Me fui de Venezuela… Y nada ocurrió como lo imaginé

Un día te levantas de la cama sin haber dormido nada. La ansiedad te consume, perdiste la motivación. No te reconoces frente al espejo: sientes lástima y rencor. Deseas quedarte en casa pero debes trabajar. En el camino lloras sin poder evitarlo, sin poder esconderlo; por más hermoso que esté el cielo no puedes levantar la mirada. Te pesan los hombros, los pies, la vida. Extrañas tu hogar, te sientes sola. La faena te distrae, pero eres susceptible a reencontrarte con eso que eres, y cuando pasa, lloras de nuevo. El mundo se detiene, eres tú y la carga que tus hombros ya no pueden llevar, pero que se resisten a abandonar. Así es como se siente estar deprimido.

Cuando tomé la decisión de emigrar de Venezuela tras un secuestro exprés que pudo haberme costado la vida, me dispuse a prepararme muy bien. Tuve dos años de investigación minuciosa, ahorro excesivo y planificación. Cada paso que daría tras pisar el Cruz Díez en el aeropuerto Internacional Simón Bolívar, debía estar bien calculado.

El plan era seguir mi sueño: estudiar una maestría en periodismo en Barcelona (España), y que con el favor de Dios, la vida, el universo y todas las energías positivas juntas, me ofrecieran trabajo al finalizar las pasantías.

Ahora que lo escribo, reconozco lo idealista que era.

Algunos meses antes de mi mudanza, empecé a salir con quien creí que era el amor de mi vida. Al poco tiempo, le propuse acompañarme en mi aventura migratoria. Aun cuando su presencia no encajaba en mi planificación, estaba enamorada y me arriesgué.

Al principio en Barcelona todo parecía estar saliendo bien, eso sí, las conversiones de divisas eran desequilibradas y perdía muchísimo dinero en cada transacción, por lo que el costo de la vida en una ciudad de por sí cara, subía y subía. El dinero escaseaba, mi maestría era a tiempo completo y mi pareja estaba en condición de turista, por lo que ninguna podía trabajar. Pronto, mi hermano se sumó a nuestra pequeña familia de dos, los ahorros se acabaron y comenzaron los problemas.

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Cuando nuestra crisis económica estaba en su punto más oscuro, trayendo consecuencias muy negativas en el equilibrio y la buena convivencia, mi pareja dio un paso al lado, le compraron un pasaje y se marchó. La ruptura fue catastrófica para mí.

Tras su partida mi mundo sucumbió: fue un detonante que unió al dolor de estar lejos de casa, con el de nuestra separación. También, debido a aquellos problemas de convivencia, la relación con mi hermano se quebró.

Estaba devastada.

Por suerte, había encontrado un trabajo como camarera y además estaba comenzando las pasantías universitarias. Estaba muy ocupada, me obligaba a sonreír, a pretender que todo estaba bien, y aunque eso ayudó, no bastó para detener el caos.

Un estudio realizado por la facultad de psicología de la Universidad de Barcelona (UB), explica que el síndrome del Inmigrante con Estrés Crónico y Múltiple (Síndrome de Ulises), está asociado a un sentimiento de abandono de la lucha, de indefensión y desistimiento.

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Yo estuve sumergida en un hueco de auto destrucción. Mis amigos me apoyaron a pesar de la distancia, pero la sensación de soledad pesaba toneladas.

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Las expectativas migratorias que tenía no se habían cumplido: Casarme con mi (ex) pareja, ejercer el periodismo, nada era como lo había planificado. De hecho, sentía que me había equivocado de todas las maneras posibles.

Se tiene la creencia de que quien se va del país lo hace dejando todos los problemas atrás…

Pero no es verdad. Emigrar es duro. Empezar de cero, el cambio de estatus social, la adaptación… Es un proceso que no aparece en las redes sociales. Evitamos decir lo difícil que es.

Según el estudio de la UB, la depresión migratoria se divide en duelos: Llanto, baja autoestima, culpa, ideas de muerte, falta de interés y bajo libido. Yo me reconocí viviéndolos todos.

Hasta que acepté que tenía una depresión peligrosa y le pedí ayuda psicológica profesional a mi tía. No tenía dinero para pagarle a alguien más, y las ayudas gratuitas en España estaban llenas de emigrantes cuyos problemas hacían parecer muy tontos los míos. Ella me propuso meditar, entonces conocí a José Carlos Carrasco, un Youtuber que trabaja la meditación, relajación y el autoconocimiento. También me motivó a aprender a respirar, suena básico, pero yo tenía meses sintiéndome ahogada. Youtube tiene mucho material sobre lecciones de Yoga y respiración. Otro consejo fue escribir mis virtudes, describirme positivamente, conocerme. Leí sobre el budismo, aprendí humildad y agradecimiento.

Regresé a Venezuela. Era lo que quería, lo que sentía y mi psicóloga me dejó hacerlo. Aquí, mis familiares, amigos y mascotas me llenaron de amor: Volví a sonreír (de verdad).

El regreso es momentáneo. Estoy en casa reencontrándome conmigo, llenándome de energía bonita. No sé qué pasará en el futuro o cuántos días me tomaré antes de volver a empezar lejos de mi país, no me preocupa. Estoy viviendo el presente: Tengo calma.

Atreverme a decir que mi depresión es parte del pasado es muy osado, pero puedo garantizar que optar por “curarme”, ha sido la mejor elección.

 Foto: Sonia Monessati (@soniamonessati) y Unsplash.

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