Mi hija me hizo reflexionar sobre los cuentos de hadas

“¡Qué diferente serían los cuentos de hadas con una protagonista empoderada! Una Cenicienta, Blanca Nieves o Bella Durmiente que no se sienta a esperar a un príncipe azul que las saque de su desgraciado mundo, sino que ellas mismas tengan la determinación de tomar las riendas de sus vidas”.

Estas reflexiones surgen de conversaciones con mi hija Valeria, hoy de 13 años.

Desde que tenía 8 o 9, Valeria por sí sola ha venido cuestionando ciertos parámetros del estatus quo, y yo se lo aplaudo.

Antes de lo esperado, estoy viendo el resultado de todo lo que he venido enseñándole desde que era una bebé. Recuerdo que en las piñatas se molestaba porque los varones no la dejaban jugar fútbol con ellos y decía roja de la rabia: “No es justo, yo juego mejor que ellos”.

 

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Lo que voy a relatarles ocurrió hace dos años, Valeria tenía 11. La conversación sucedió mientras estábamos montadas en un Uber en medio del terrible tráfico de las 6 pm, en Santo Domingo, República Dominciana.

–¿Mamá tú sabes quién escribió los cuentos de hadas? –me pregunta Valeria.

Busco la información rápido en mi cabeza y le comienzo a explicar someramente que son cuentos tradicionales muy populares en su época, de origen europeo, que se transmitían de boca en boca hasta que vinieron escritores como los hermanos Grim y el francés Perrault y los pusieron en tinta sobre papel.

Luego, Walt Disney hizo su versión animada de estos cuentos, y esas son las adaptaciones que todos conocemos.

 

 

–¿Por qué son tan bobas esas princesas? –me pregunta –Son un par de años mayores que yo y solo piensan en un príncipe para casarse, que las rescate y les resuelva el futuro; y la nobleza, mamá… no puedo con tanta nobleza, nadie es tan noble en la vida, es irreal.

¡Están tan pasados de moda!

“¡Vaya que sí están bastante pasados de moda!”, reflexioné.

Entonces comencé a contarle que son cuentos antiguos y que en esa época el rol de la mujer estaba limitado al ámbito de la casa y que no teníamos voz para ningún otro asunto que no fuera el hogar.

–¿Y por qué en pleno siglo XXI seguimos viendo y leyendo historias que ya no van con nuestros tiempos? Nos disfrazan como princesas, nos peinan, nos colocan la coronita y hacen que querramos ser como ellas.

A mí me aburren – Sigue ella.

–No sé –le respondí –será por el mercadeo agresivo de una empresa tan grande como Disney.

Y me quedé reflexionando.

Es verdad, ¿Por qué las mamás nos empeñamos en vestir a nuestras hijas como unas princesas?

Aunque después sacaron otro tipo de personajes, como Mulan o Mérida, a ninguna madre se nos ocurre vestir a una niña de guerrera china o ponerle un arco y una flecha como accesorio al disfraz, por ejemplo.

Comencé a imaginar cómo sería una de estas princesas en esta época, cómo reaccionarían si tuviesen ese carácter rebelde y reivindicador de los derechos de las mujeres como lo tiene mi hija.

En mi cabeza empecé a reescribir y me imaginé a una Cenicienta empoderada, contando su propia historia:

“Al quedar viudo, mi padre se casó en segundas nupcias con una mujer altiva y orgullosa, nunca había conocido a una persona tan arrogante como ella. Para colmo, tenía dos hijas idénticas a ella, eran como tres gotas de agua, pero de agua sucia. Por mi parte, creo que me parezco a mi mamá, ella era la mejor persona del mundo. ¡Cómo la extraño!

Mi padre falleció y mi madrastra inmediatamente dio rienda suelta a su mal carácter, la arrogancia se convirtió en maldad y mi presencia se le volvió cada vez más insoportable. Sus hijas comenzaron a imitarla y, si antes pensaba que eran odiosas, ahora son para mí unos seres detestables.

Mi madrastra me obligó a hacer las tareas más viles: tenía que fregar los platos, limpiar las escaleras y toda la casa, arreglar las habitaciones, incluidas las de sus hijas. Yo dormía en un desván, en el último piso, sobre un mal jergón, mientras ellas disponían de grandes habitaciones entarimadas, con camas a la última moda y grandes espejos donde se podían ver de cuerpo entero.

En un principio no me atrevía a quejarme. Pero decidí que tenía que ponerle punto final y me planté frente a aquella terrible mujer con la determinación de hacerle entender cuánto valgo y que no estoy dispuesta a ser víctima de más humillaciones”.

 

 

¿Qué tal? Diferente, ¿no?

Creo que Valeria dejaría de pensar que Cenicienta es una boba con esta versión del cuento.

Luego pensé cómo se podría Blanca Nieves enfrentar a la cruel bruja, pero por su reino, por recuperar su herencia; o cómo la Bella Durmiente conoce al príncipe y enfrentan juntos la maldad de Maléfica.

Claro, a cuentos así tendríamos que buscarle otro nombre, ya no pueden ser cuentos de hadas.

¡Me divertí muchísimo!

Creo que está en nuestras manos darles herramientas a nuestras hijas, enseñarles que el mundo no es un cuento de hadas donde los príncipes van por la vida buscando lindas doncellas para casarse y vivir felices para siempre.

Pero… ¿Cómo podemos hacer las madres para lograr empoderar a nuestras hijas?

No hay un método que sea infalible. Por mi experiencia con Valeria, podría decir que valorándolas, dándoles la autonomía de tomar pequeñas decisiones, orientándolas y conversando mucho con ellas; escuchando sus inquietudes, prestándoles atención a sus opiniones, motivándolas a que razonen cada palabra que dicen y cada cosa que hacen, impulsándolas a no dejarse menospreciar por nadie y, sobre todo, amándolas con la certeza de que, cuando crezcan y sean independientes y mujeres fuertes.

Ha sido mi hija, mi gran maestra, quien me ha hecho reflexionar sobre estos temas.

Creo que las nuevas generaciones ya están rompiendo con patrones. Niñas de 12 años que ya son conscientes que sentarse a esperar por un príncipe azul no es el único camino, es un avance, ¿no lo creen?

¡Eso es muy esperanzador!

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Fotos: Pixabay.

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