Yo fui una impostora cuando me convertí en sexóloga

sexóloga

Ser sexóloga, es mucho más que ser “follóloga”. En este artículo, Ysabel Velásquez (@ysabelvel) nos cuenta cómo encontro su pasión en esta profesión y cómo superó los prejuicios que trae consigo la sexología ¡Te encantará!


Mucho se habla ahora del síndrome de la impostora, esa colección de síntomas que no forman parte de una enfermedad mental pero que, como respuesta a pensamientos nada agradables, te ponen a dudar de ti misma de formas insospechadas.

A mí me atacó, y de qué manera, cuando comencé a ejercer como sexóloga.

La sexología es de esas profesiones que remueven las creencias instauradas con mayor fuerza en la psique del ser humano, porque va sobre la intimidad de los cuerpos, sobre sus pulsiones y deseos y sobre sus emociones y sentimientos, en diálogo permanente con lo social.

Ser sexóloga nada tiene que ver – como dicen las colegas españolas – con ser “follóloga”.

Es indagar sobre cómo expresarse en el mundo como mujeres y hombres, y también cómo todo lo que existe entre esos polos aparentemente opuestos, que son las variantes no binarias que hoy son más visibles, es la interacción entre la fisiología y la cultura, atravesada por la tradición y la religión, mucho más que algo instintivo o natural.

Y sí, también se trata de estudiar qué pasa con nuestro cuerpo y mente cuando tenemos relaciones sexuales, pero no te enseñan a poner en práctica el Kama Sutra, ni los exámenes son una prueba de desempeño erótico sobre el colchón, aunque sea la fantasía recurrente de las personas más básicas.


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La sexualidad humana fue un mundo que siempre me apasionó

Cuando comencé a trabajar como periodista en revistas de salud nadie quería escribir sobre sexualidad porque muchos confrontaban ciertos tabúes.

Yo me lancé a trabajarlos con la temeridad propia de los nuevos comienzos. No fue fácil desarrollar un estilo periodístico que se ajustara a la fuente. Mi editora del momento me decía: que sea científico, pero no aburrido; divertido, pero no vulgar; y así empecé a escribir artículos con entrevistas a sexólogos y otros profesionales relacionados.

En el proceso de escribir sobre sexología y aprender sobre sexualidad, me enamoré de la profesión y del sexo como fuente de placer y bienestar.

Estudiar la maestría era una progresión natural de mi carrera, que conjugué con estudios de coaching y psicología positiva. Digamos que me sentía bastante segura para enfrentar las críticas, pero eso fue solo en la teoría.

Una vez que comencé a exponerme como sexóloga en las redes sociales y en mi entorno más cercano, esto fue otra historia

Comenzaron los juicios, las miradas lascivas, las fantasías impertinentes, las referencias vulgares, las fotos de penes y las opiniones estúpidas. Y en ese marasmo de intervenciones no pedidas, evadía, evitaba, asentía, me hacía la loca al tiempo que me cuestionaba y me sentía lo opuesto a una mujer empoderada, una prostituta con título que era señalada por muchos inquisidores.

Así la niña de colegio de monjas que llegó virgen al matrimonio e hizo acopio de su valentía para salir de una relación violenta, se convirtió en una mujer divorciada y libre, y que escribió un libro, se sentía al mismo tiempo, proscrita, vulnerable, pequeña, no suficiente, impotente y un fraude.

Prostituta y mojigata, porque de mi vida privada he sido bastante celosa, he tenido muy pocas relaciones de pareja y uno de los juicios que más me dolió en este proceso vino de una mujer de mi familia, quien se atrevió a decir en medio de un grupo de personas: “serás sexóloga solo en la teoría, porque te falta práctica”.

En ninguna de las dos vertientes podía ganar, así que llegué a pensar en abandonar una profesión que amo, que nací para vivir y que trae salud, placer y felicidad a la gente por un puñado de opiniones ignorantes, por un grupo de espejos que reflejaban esas inseguridades que aún pervivían en mi, por esas creencias que nunca fueron mías pero que asumía como verdades y que me estaban jodiendo la vida como nunca.

Me levanté, después de muchas lágrimas y dudas, entendiendo que no podía controlar esa mirada de los otros y que venía con el combo de la profesión, que era un reflejo de sus tabúes y creencias propias, pero que de ninguna manera definían mi valía como mujer ni mi capacidad como profesional.

¡Y decidí seguir adelante!

Ha sido la lección más hermosa y fuerte de mi vida, me ha llevado a superarme de una forma integral, a afianzar mi autoestima, mi amor propio, a comprenderme a un nivel profundo y eso lo he puesto al servicio de los demás.

Esa impostora sexual hoy descansa en paz, y cuando su fantasma me visita, prendo la luz y ella huye despavorida.


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