CAPÍTULO X: EL PRÍNCIPE DE LOS SILENCIOS

Resumen del capítulo anterior: Durante el picnic en la playa, Mariángeles le pide a Rodrigo un poco más de tiempo para confiar en él, pero sólo recibe silencio por su parte, que ella no sabe cómo interpretar.

……………….

Comprendí que no iba a responderme. Tampoco yo le había preguntado, realmente había sido una afirmación, así que, técnicamente, no tenía que contestarme a nada. Seguimos apurando nuestros refrescos y comenzó a hablarme de su familia. Estaba claro que él daba por zanjado el tema, aunque yo no tuviera ni idea de cuál era su conclusión.

Aparte del hermano en Italia, el padre de los mellizos y anterior dueño de la moto, también tenía una hermana pequeña en Nicaragua, que estudiaba Derecho. Su padre era el socio fundador de un importante bufete de abogados en su país y su madre, médico especialista en cirugía estética. Que venía de buena familia se notaba a leguas.

Me habló de sus amigos de allá y de los que había hecho aquí, y cuando le pregunté cuánto tiempo hacía de la última vez que estuvo en Nicaragua, se puso en pie de un salto:

–¡Vamos, quiero enseñarte un sitio!

Descolocada por su espontaneidad, que en el fondo me divertía, volvimos a subirnos a la Harley y nos dirigimos montaña arriba, por calles cada vez más oscuras y serpenteantes. En los enormes chalés que flanqueaban ambos lados de la calle, comenzaban a encenderse las luces, y familias adineradas se preparaban para una noche de hogar.

Sentí una punzadita en el corazón que me alertaba que Rodrigo y yo veníamos de mundos demasiado diferentes y demasiado distantes como para que alguna historia entre nosotros pudiera funcionar.

De repente, tomó una curva a la derecha y salió de la calle por un camino de tierra, casi oculto entre los árboles. Después de unos cien metros, se abrió un claro y nos encontramos en un voladizo natural, un saliente en la montaña que ofrecía unas vistas privilegiadas de la playa, de las luces del puerto y del paseo por donde hacía unas horas habíamos llegado. Nos sentamos el uno junto al otro, sin hablar, relajado él y sobrecogida yo por aquellas vistas que contemplaba por primera vez.

No pude evitar preguntarme de qué conocería ese sitio, a cuántas chicas habría traído aquí antes que a mí, ¡maldita cabeza! Era incapaz de disfrutar de aquel momento sin torturarme con idioteces que a nada conducían.

Durante algunos minutos, no intercambiamos palabra, permanecimos así callados, mirando al horizonte, hasta que él rompió el silencio:

–¿No te pasa que mirando el mar te sientes insignificante?

–Todo el tiempo –le respondí, con la vista perdida en la distancia –. Muchas veces me he preguntado qué sintieron los primeros marinos que se embarcaron en viajes hacia lo desconocido, rodeados sólo por agua, un día y otro día…

–¿Alguna vez has estado en alta mar, sin tener ningún punto de tierra como referencia?

–No. ¿Tú sí?

–Sí, y no me gustó en absoluto. Me dio mucho miedo.

Giré la cabeza para mirarle. Esto era nuevo. No recordaba que un hombre me hubiera confesado alguna vez que tuviera miedo de algo. Él me sonrió algo avergonzado, creo que acababa de darse cuenta de lo que me había confiado.

–Pero, ¿sabes nadar, no? –le pregunté para restarle un poco de seriedad al momento.

Él soltó una carcajada.

–Claro que sí, graciosilla –me dio un codazo flojito, defendiéndose de mi burla–. Pero ¿hacia dónde nadarías? Es algo terrorífico echar a andar sin rumbo cierto.

Dejó pasar algunos segundos más antes de añadir:

–Nos pasa a todos, la mayor parte del tiempo.

Entonces entendí que ésa era la respuesta que había estado esperando en la playa. Lo miré de nuevo, apenas distinguía ya sus rasgos porque la oscuridad había ido cayendo a nuestro alrededor sin darnos cuenta, pero clavé mis ojos oscuros en sus infinitos ojos verdes, preguntándole sin palabras si podía confiar en él.

Y él, el Príncipe de las no respuestas, se inclinó hacia mí muy despacito, mientras yo temblaba al sentir ya su aliento cálido cerca de mi boca. Si me pidió permiso no lo sé, sólo recuerdo que cerré los ojos y que sentí sus labios rozar los míos con mucho cuidado, que pasamos así rozándonos levemente un segundo o mil años, que no sé quién de los dos entreabrió primero los suyos, permitiéndole al otro abrirse paso con su lengua, pero sé que cuando volvimos a abrir los ojos ya era noche cerrada a nuestro alrededor y que tuvimos que volver a tientas hasta donde habíamos aparcado la moto.

¿Qué pasará después de ese primer beso? ¿Se despedirán hasta la siguiente cita o alargarán la noche para seguir disfrutando del momento? ¡No te pierdas el siguiente!

¿Te perdiste el capítulo 9? Aquí te lo dejamos.

Foto: Pixabay.

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