Domingo soleado. Cielo azul. Es el día perfecto de verano y decidimos ir al parque para que nuestros dos niños saquen todas esas energías que necesitan drenar. -Quien tenga niños pequeños sabe a lo que me refiero-.
Mi hijo de 18 meses es amante de la naturaleza: come arena y tierra, le encanta meterse en los charcos y explorar.
Desafortunadamente, estando en el parque, descubrió la fuente para perros. Intenté distraerlo, alejarlo, usé todas mis estrategias posibles para llamar su atención pero era demasiado tarde. A sus ojos, la fuente para perros era lo más divertido de todo el parque. Tenía agua y un chorrito. Todavía puedo ver sus manitas chapoteando en el agua que no tenía más de tres centímetros de profundidad.
A los pocos minutos, veo a una pareja caminando hacia mí. Noté que no se veían muy felices. Había algo que reprobaban y era obvio que tenía que ver conmigo. Lo primero que pensé fue: me va a regañar por ser una madre “descuidada” que deja que su hijo juegue en una fuente para perros. Quién sabe qué porquería estará nadando en el agua y el niño podría enfermarse.
Soy partidaria de que los niños tienen que -como decimos en mi tierra- “curtirse”. Es decir, ensuciarse, mojarse, explorar con sus sentidos el mundo que les rodea. El sistema inmune se hace más fuerte mientras más expuesto esté al medio ambiente y eso incluye estar en contacto con mascotas.
Está comprobado científicamente que los niños que crecen con animales tienen sistemas inmunes más eficientes. Por esta y muchas otras razones, no me pareció grave que mi hijo jugara en ese lugar. Además, la fuente estaba sola y no había riesgo de que ningún perrito fuera a saltarle o hacerle daño.
Sin embargo, la historia no termina aquí.
La razón por la que la pareja poco feliz se me acercaba no era para “proteger al niño de la madre negligente”. Apuntaron a la fuente y me exigieron que debía quitar a mi hijo porque su perro podía contagiarse con las bacterias de mi hijo.
Para ellos, el niño era una amenaza sanitaria. Una criatura contaminante. Comprendo que la fuente no era el mejor lugar para jugar, pero lo que para mí sigue siendo inconcebible es el argumento que me dieron. Como respuesta les dije que era lo más absurdo que jamás había oído en mi vida. Ellos insistían en que su perro -que camina por el piso donde la gente escupe y donde otros muchos animales hacen sus necesidades- podía enfermarse porque nuestro hijo estaba en la fuente.
Yo me pregunto en qué consciencia un niño es antihigiénico para un animal que come del piso, se lame y le huele la cola a otros perros.
Al día siguiente, para mi sorpresa, me encontré con el controversial twit de una chica en España: “Exijo zonas sin niños, ya que hay zonas sin animales. Al igual que a ti no te gusta mi preciosa perra, a mí no me gusta tu niño de mierda”[1].
Aparentemente, el comentario de la chica no fue bien recibido por mucha gente. Sin embargo, leer esto y mi experiencia particular son una muestra de que en nuestra sociedad hay gente para quien los niños pequeños no son personas. Como si los niños pertenecieran a otra especie que debe ser segregada.
Soy testigo de cómo una mascota puede convertirse en parte de la familia. Mis perros y gatos estuvieron entre los GRANDES amores de mi vida y quien me conoce, pueden certificar que los cuidé como si fueran mis bebés. Soy partidaria de tratar a los animales con respeto y admiro a quien practica estilos de vida pro-ambientalistas -incluido mi hijo mayor de 5 años que decidió no comer más animales-. Sin embargo, ser animalistas no significa que debamos ser anti-humanistas.
Los niños son, ante todo, seres humanos. El que estén en pleno desarrollo físico, social, emocional y cognitivo no los hace inferiores. Citando los Derechos del Niño, tienen “Derecho de prioridad” y “Derecho a no ser discriminados”.
Estemos claros, es necesario ser activistas en favor de otras especies pero no rechacemos a quienes son como nosotros. Al fin y al cabo, menospreciar a nuestros niños es negarles el respeto que todos como humanos nos merecemos.