Criar es un asunto complicado. Cuando se trata de una niña trilingüe, el desafío es aún mayor. La paciencia y la empatía han sido claves en esta etapa de “incomunicación transitoria”
Desde hace seis años vivo fuera de mi país: Venezuela. La experiencia en el extranjero no me era ajena, ya que a los 18 años viví 10 meses en Estados Unidos como estudiante de intercambio. De hecho, esa decisión cambio mi vida: abrí mis ojos a nuevas culturas, aprendí a ser más comprensiva y a valorar mis raíces.
Cuando me mudé a Panamá, la transición fue muy sencilla por razones obvias: culturas y climas similares, mismo idioma y muchos amigos.
El gran salto para mi familia y para mí fue Europa. Cuando a mi esposo le ofrecieron trabajo en Bélgica, sin pensarlo demasiado, nos aventuramos a vivir esta nueva experiencia. La apuesta resultó fantástica: hemos tenido la oportunidad de conocer sitios bellísimos, de ser más unidos y de disfrutar de la vida en el anonimato.
Con una actitud positiva hemos aprendido a disfrutar del frío, la soledad y la incomunicación. No es fácil vivir en una sociedad tan diferente, pero hemos logrado cultivar un gusto especial por este país, sus cervezas, sus chocolates y, también, por los países vecinos.
Sin embargo, el reto más grande lo ha asumido mi hija de dos años y nueve meses. Panameña de nacimiento, venezolana por herencia, legalmente italiana y desde los 11 meses criada en Bélgica (sí, mi hija es el vivo ejemplo de un mundo globalizado), ha estado expuesta a tres idiomas: español en casa, inglés en la TV y el Gymboree y neerlandés-flamenco en la guardería.
Nadie nos dijo qué hacer, cómo hablarle o qué esperar. El sentido común y nuestras creencias y experiencias han sido claves para la crianza de una niña felizmente “incomunicada”. Le celebramos sus pequeñas oraciones en español o inglés y las pocas palabras que le entendemos en flamenco (en Bélgica se habla francés, neerlandés-flamenco y alemán, según la región).
Pero definitivamente el proceso ha sido lento y un poco preocupante. Su pediatra nos explicó que su cerebrito era capaz de aprender hasta cinco idiomas al mismo tiempo y que llegaría el momento cuando su lengua “se soltaría” y empezaría a hablar. Pero ese momento aún no ha llegado.
El desafío ha sido difícil para nuestra pequeña trilingüe. En oportunidades es complicado saber si nos entiende cuando le hablamos y en otras sentimos que nos entiende más de lo que pensamos. Ha creado su propio idioma (así le digo yo) y para nosotros resulta difícil no compararla con otros niños de su edad que logran hacer oraciones con sujeto, verbo y predicado, aun siendo bilingües o trilingües.
Pero cada niño es diferente y su curva de aprendizaje también. A veces siento que esta “incomunicación transitoria” la convierte en una niña más cariñosa y feliz. Porque definitivamente lo es. No saberse la letra de una canción no le impide cantarla a viva voz en su propio idioma, bailar, saltar y ser feliz.
Desde hace cuatro meses, mi hija dejó la guardería y asiste a un colegio internacional donde las clases son impartidas en inglés. La evolución ha sido notable. Evidentemente estar expuesta a solo dos idiomas –inglés y español- le ha facilitado el proceso y ha comenzado a hablar cada día más.
Cuando dice algo en inglés, inmediatamente se lo repito en español para que su cerebrito empiece a conectar los dos idiomas y los asimile. Trato de no ser impaciente, de hablarle mucho, de entenderla y de ponerme en su lugar, pues no debe ser fácil que te hablen en distintos idiomas y entonaciones.
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A pesar de su “incomunicación transitoria” me siento feliz por la decisión que tomamos. En el futuro, mi hija no solo hablará tres idiomas. Con su experiencia multicultural valorará sus raíces y entenderá las de otros. Y lo que viva con sus padres venezolanos, sus amiguitos asiáticos y sus vecinos belgas la convertirán en una verdadera ciudadana del mundo.
Fotos: Bettina Russian.