Días atrás Facebook me recordaba una foto en la que aparecía junto a mis hermanas en una reunión de despedida que me hicieron en Caracas justo antes de regresar a Madrid, ciudad en la que vivo desde hace ocho años.
Quienes vieron la imagen en su día pensarían que mis ojos llorosos se debían a la nostalgia propia de esas despedidas, pero sólo unos pocos -mis familiares más cercanos- saben que mi cara era el reflejo de la dura noticia que horas antes mi ginecólogo de toda la vida me había dado.
La vida no te prepara para una noticia así, especialmente si vienes de una sociedad como la venezolana, donde se suelen tener hijos muy pronto y en la que creces dando por sentado que ser madre es la cosa más sencilla del mundo. Ahí estaba yo, sentada junto a mi esposo, tras un año y medio intentando embarazarme, y achacando mi falta de éxito al estrés laboral.
Nada más lejos de la realidad: mi infertilidad se debía a que tenía ambas trompas obstruidas, como consecuencia -sospechan- de una adherencia producto de una cirugía abdominal previa, con el agravante de un hidrosalpinx (acumulación de líquido en las trompas). En pocas palabras, la única solución era extirpar ambas trompas y apostar directamente por la fecundación in vitro (FIV), un procedimiento costoso y con garantías de éxito limitadas, especialmente en mi caso, ya que varios miomas amenazaban con invadir mi útero.
Salimos de la consulta destrozados. Especialmente yo, que nunca me había planteado dejar de lado la maternidad. Y fueron precisamente mis ganas las que me ayudaron a afrontar con éxito el camino que nos esperaba.
Fue una batalla contra el reloj. Si bien sólo tenía 34 años, era clave que la intervención quirúrgica y la FIV se realizaran cuanto antes para aumentar las posibilidades de un embarazo, por lo que decidí descartar la opción de la seguridad social con sus largas listas de espera, y aposté por una clínica privada, especialmente dedicada a procedimientos de fertilidad.
Antes de comenzar el tratamiento me advirtieron que las posibilidades de éxito en el primer intento rondaban el 20% y que no debía decepcionarme si no lo lograba a la primera. Pero yo no tenía ni el dinero ni el ánimo para afrontar un proceso como este repetidas veces, por lo que me enfoqué en decretar y dar por sentado que sería a la primera. ¡Y así fue!
Cada consulta con el ginecólogo era una pequeña batalla ganada, un paso más hacia mi sueño de ser madre. Durante todo el embarazo me concentré en un único objetivo: traer al mundo a un bebé sano, con todo lo que eso implicaba, desde dar largas caminatas diarias para mantenerme activa y tener una alimentación balanceada, hasta privarme de algunos placeres -especialmente no comer quesos y sushi- y formarme en gran cantidad de materias que me ayudarían tras el parto.
Y así fue como después de 38 semanas, llegó nuestra princesa. Me considero realmente afortunada por tenerla, ya que algunas mujeres a mi alrededor -incluyendo amigas cercanas- han pasado por el mismo proceso y no lo han logrado aún. Y es aquí donde recuerdo siempre las palabras de mi doctora: “50% del éxito del tratamiento de fertilidad -o incluso más- depende de tu actitud, tu disposición y de no ponerte presión”. Yo estaba segura de que, de una forma u otra, iba a lograr ser madre. Por fortuna hoy tenemos muchas opciones para lograrlo, como la FIV, la ovodonación, la subrogación del embarazo y, por qué no, la adopción.
Así que debemos ser valientes, tener pensamientos positivos y tratar de adquirir herramientas que nos hagan más llevadera la espera.
Yo probé la psicoterapia, la meditación y ¡hasta el tejido a crochet! Nadie dijo que sería fácil, pero está en nosotras hallar la cara más “amable” y enriquecedora de esta experiencia.
Foto: Pixabay.