¿Sabes qué siente una mamá con depresión postparto?

14/03/2017

Yo nunca pensé que algún día sería “mamá”. Jamás me imaginé arrastrando un cochecito o dando el pecho en mitad de la calle como tantas mujeres a las que había visto a lo largo de mi vida, como mi propia madre, como mi hermana o como la inmensa mayoría.

Se supone que está escrito en nuestros genes al nacer mujer, eso de que algún día daremos la vida como nuestras madres nos la dieron a nosotras, porque es “nuestro papel” en la sociedad. 

Pero no, eso no iba conmigo.

Yo, que siempre voy diez pasos por delante para evitar situaciones que me produzcan angustia, que lo medito y lo vuelvo a meditar todo un centenar de veces antes de tomar una decisión y que desde hace años presumo (o presumía) de tener claros cuales quería que fueran los pilares de mi vida, me vi con 34 años abducida por un reloj biológico que hasta ese momento había estado silenciado, mudo, inexistente.

“Verás cariño”, le dije a mi pareja en ese momento: “he estado pensando… yo ya tengo 34 años y tú vas para los 40 y si en algún momento queremos tener familia… bueno, no sé, quizá sea el momento de empezar a planteárselo”.

Y por su forma de mirarme y de guardar silencio (un extenso e imperturbable silencio), me di cuenta de que él, al igual que yo, jamás se lo había planteado hasta entonces.

Así que sí, mi hija fue deseada, meditada y buscada. Me quedé embarazada muy pronto y en ese preciso instante, con la prueba de embarazo mostrándome esas dos rayitas tan anheladas, una sombra comenzó a crecer en mi interior. ¿Habría sido buena idea? ¿Estábamos preparados para lo que ello supondría? ¿Estábamos dispuestos a que todo nuestro mundo girase 180 grados de repente?

Me autonconvencí de que no sería de la noche a la mañana, que tenía 9 meses por delante para hacerme a la idea, que ese miedo era perfectamente lógico, que todas las madres lo sufrían en un primer momento, y que si realmente no estaba preparada en ese momento, lo estaría para cuando el bebé tuviese que llegar.

Leí todo lo escrito relacionado con bebés, los cuidados, el sueño, el baño, sus primeros días, la alimentación (por supuesto quería intentar darle el pecho, pero siempre dije desde el primer momento que si no se podía por cualquier motivo, CUALQUIER motivo, no pasaría nada).

Me preparé, lo hice a conciencia, o eso creía yo, porque llegado el momento Núria llegó como un sunami y la pequeña chocita que me había construido en esos 9 meses quedó arrasada en cuestión de minutos.

Un lunes a las 8 de la mañana ingresé para una cesárea programada porque la pequeña venía de nalgas. Me pilló desprevenida, iba a nacer al menos 2 semanas antes de lo esperado y yo no estaba preparada. Como si supiese lo que se me venía encima, todas mis alarmas se encendieron. Intenté retrasarlo, que trataran de girarla, acupuntura, posturas que propiciaran el correcto posicionamiento… no hubo manera.

A las 11 de la mañana entré en el quirófano y a las 11:10 Núria lloraba de fondo con un llanto desgarrador que me hacía debatirme entre el cirujano que me estaba grapando la incisión y la llegada de ese pequeño ser que hasta hacía unos minutos estaba dentro de mí.

Estaba expectante ante la llegada de ese deseado momento en que por primera vez, ves a tu pequeña y supuestamente tu corazón se acelera porque no cabe en él ni un ápice más de amor. Y llegó ese momento, y una enfermera colocó a mi bebé junto a mí, y yo esperé ese amor que me invadiría y emanaría de todos y cada uno de los poros de mi piel… y ese amor no llegó.

No llegó entonces, ni media hora después cuando subí a la habitación, ni cuando le di por primera vez el pecho… nada.

De hecho, me sorprendió darme cuenta de que esa emoción, ese amor incondicional y devastador, estaba siendo sustituido por un terror y una angustia que jamás en mi vida había sentido.

48 horas después de la operación (porque fue una operación y yo apenas podía ponerme en pie) nos dieron el alta.

Sin embargo, la niña no se había enganchado al pecho y comía muy poco, así que fuimos directos al centro de salud donde nos confirmaron que efectivamente la peque estaba algo deshidratada, por debajo de su peso y necesitaba un biberón.

Si cuento esta anécdota, porque ahora lo es a pesar de que en su momento fueron días de mucha incertidumbre, es porque ha sido a día de hoy la única dificultad que hemos sufrido con nuestra hija. No ha habido enfermedades, ni cólicos, ni noches sin dormir, ni preocupación porque no comiese. No hubo nada de eso. Núria cogió el biberón desde el primer momento con ganas y mantuvimos la lactancia mixta durante mes y medio, tiempo en el que ella no sólo engordaba correctamente sino muy por encima del promedio. Y a pesar de que todo marchaba bien, a pesar de que la niña dormía, comía y seguía un ritmo estupendo y maravilloso, yo no conseguía deshacerme de esa sensación de ahogo continuo que me oprimía el pecho.

Necesitaba sacarlo, compartirlo, saber si había más mamás a las que le hubiese pasado algo similar porque desde el primer día en que llegamos a casa con el bebé en brazos yo me di cuenta de que ya no me reconocía en el espejo.

Aquella mujer acongojada y ojerosa no era yo, aquella no la sentía mi casa, mis adorados perros ya no eran ellos mismos y solo deseaba que mi pareja me abrazase, me dijese que todo iba a salir bien, y que lo hiciese tumbados en la cama mientras ese pequeño ser que no hacía más que comer, dormir y llorar estaba en otra habitación. Lo saqué todo, lo hablé con mi pareja, con mi madre, mi hermana, mis amigas e incluso con gente que no conocía de nada. Necesitaba oír continuamente, una y otra vez, que no era la única a la que le pasaba algo así, que no querer con locura a tu hija cuando nace es normal, que no pasa nada, que todo llegará, que el día menos pensado seremos felices y comeremos perdices, que no por eso era peor madre, que hay luz al final del túnel.

Y así fue, me lo dijeron todas y cada una de ellas, pero de nada me sirvió porque no lograba encontrar a nadie, ni siquiera una de ellas, ni en persona ni en la red, que se hubiese sentido como yo.

“Es normal las primeras semanas, eso es por las hormonas, ya pasará”. “A mi también me pasó, me daba muchísimo miedo no hacerlo bien y que le pasara algo a mi bebé”. “Claro, con lo que te ha pasado con el pecho, es normal que estés así; pero tú no te pongas triste que si no puedes darle pecho pues no pasa nada, biberón y ya está; que antes todos nos criábamos con biberón y no por eso estamos menos sanos…”

Pero no, no era nada de eso, no era un tema hormonal ni preocupación por no saber cuidarla correctamente o agobio por no darle leche materna a mi hija. No. Era pura angustia, angustia en estado puro, miedo, terror a quedarme a solas con ella, a estar en la misma habitación en la que dormía plácidamente por si se despertaba de repente, a haber cometido el error más grande de mi vida al traerla al mundo, a no poder echar marcha atrás, a no quererla nunca.

Cuando lloraba la odiaba por hacerme sentir así, no podía escucharla, necesitaba marcharme a otra habitación, a la calle, donde fuese que no llegase ese estridente sonido que me aceleraba el pulso y me dejaba sin aire.

Sí, la odiaba, es tan crudo como suena, porque ella era la culpable de que yo me sintiera así.

Buscaba excusas, cosas que comprar, paseos que dar a los perros, comidas que preparar, duchas que darme para curar la herida de la cesárea… cualquiera era buena para que mi madre o mi pareja se quedase a cargo de la pequeña y yo poder distanciarme, aunque lo que en realidad me apeteciese fuera salir corriendo, muy lejos, y no volver nunca jamás.

Y llegó el temido momento en que mi pareja, mi apoyo, la persona que más me había ayudado hasta entonces, se tuvo que reincorporar a su trabajo.

Dos semanas es tiempo más que suficiente para establecer unas premisas iniciales, una basta rutina que permita a una madre inexperta quedarse sola con su bebé. Pero no lo fueron para mí, ni mucho menos. Y le rogué, le supliqué a mi madre que no me dejase sola. Finalmente y entre todos lograron que yo no estuviese a solas con la niña más de una hora. Mi madre siguió viviendo con nosotros cuando mi pareja volvió a trabajar y mientras él no estaba, era ella la que se ocupaba prácticamente por completo de la pequeña, exceptuando algún momento en el que yo me obligaba para que la culpa de estar desentendiéndome no superase la angustia de no poder estar con ella.

Los días que mi madre tenía que volver a su casa por algún motivo yo me limitaba a darle el biberón a la pequeña a primera hora, vestirla, vestirme y salir corriendo a casa de mi suegra, y debéis creerme cuando digo que era la hora más larga y angustiosa de las que he tenido que vivir en toda mi vida. La noche anterior ya no dormía (aunque en realidad no dormía demasiado ninguna noche), me levantaba a las 8 por si la pequeña se despertaba y no me dejaba ni siquiera desayunar.

Después entraba cada 5 minutos a comprobar si dormía y si todavía la hacía respiraba con alivio. A veces volvía a acostarme junto a ella en la habitación, sin hacer ruido, sin respirar apenas, con los ojos abiertos, escuchando cada ruidito que su pequeño cuerpo emitía, esperando a identificar que finalmente se había despertado. Dejaba el biberón preparado y en el calienta-biberones para no arriesgarme a que se despertase hambrienta y llorando desconsoladamente. Cuando al fin se despertaba mi pulso se aceleraba, mi estómago se encogía y todo mi cuerpo temblaba al mirarla. Entonces, durante décimas de segundo, su manita cogía mi dedo y la paz me invadía. Eran décimas de segundo, sólo eso, después volvía la ola de oscuridad, pero debía aferrarme a esa esperanza por pequeña que fuese.

Finalmente y después de mes y medio con lactancia mixta decidimos pasar exclusivamente a leche de fórmula. Durante todo ese tiempo habíamos estado combinando primero un pecho, el otro pecho después, un biberón y el sacaleches para evitar posibles problemas en los pechos y poder darle a la niña algún biberón con leche materna en vez de fórmula.   Estaba cansada, cada toma eran cerca de hora y media de duro y frustrante trabajo donde ella no quería esforzarse en coger el pecho y yo me ponía taquicárdica tratando de que lo hiciese. Entramos en un círculo vicioso: Yo estaba continuamente nerviosa, ponía a la pequeña en el pecho, ella notaba mis nervios, rechazaba el pecho y eso me ponía todavía más nerviosa…

Aun así no fue una decisión fácil, yo quería seguir intentándolo; o al menos una parte de mí quería seguir haciéndolo. No, siendo sinceros al cien por cien no quería, pero debía seguir intentándolo, tenía que hacerlo.  Porque a pesar de que me prometí que ante cualquier inconveniente no dudaría en recurrir a la leche de fórmula como único alimento, me vi arrastrada por una vorágine de opiniones y presiones externas: la leche de fórmula no es sana, el pecho es lo que tiene más nutrientes y es lo mejor para el bebé, no puedes rendirte, hay que salvar la lactancia…

Pero finalmente me di cuenta, después de 45 días de ataques continuos de ansiedad, angustia, insomnio, llanto y culpa, de que necesitaba más ayuda externa de la que mis familiares podían darme.

Porque era evidente que no podía estar a solas con ella, y era muy probable que el tiempo acabase poniendo las cosas en su lugar, pero para mí no estaba siendo suficiente, ni siquiera sano, que se asegurasen de que no estuviese a solas con la niña, que me metiesen en una burbuja y me distanciaran de ella, necesitaba algo más, algo diferente. Había vuelto a recurrir a alguna sesión con mi antiguo terapeuta y amigo. Iba a hablar con él, me desahogaba, y él me aseguraba una y otra vez que era cuestión de tiempo, pero finalmente también percibió esa necesidad y me remitió a un psiquiatra para que me recetara algún medicamento.

Ese fue el verdadero motivo por el que abandonamos la lactancia mixta, aunque en realidad le diga a la gente que pregunta y a la que no debería importarle por qué mi hija no toma teta, que ella no quiso engancharse.

Y siendo sincera conmigo misma, esto me ayudó a poder dejar de dar el pecho sin sentirme culpable porque es cierto que necesitaba esa ayuda externa, es cierto que con ella no podía seguir dando el pecho, pero fue lo que me dio libertad de recuperar parte de mi independencia.

La primera vez que me fui a pasear a mis perros sin la presión de que se despertaría en cualquier momento y querría mamar… me sentí algo más libre, y el medicamento ni siquiera había empezado a hacer efecto.

Evidentemente, el comienzo de mi tratamiento médico no dio un resultado inmediato, pero me ayudó a sentir que si caía al menos habría una especie de red de seguridad, un apoyo que no me dejaba con el peso de la responsabilidad de ser la única que pudiese luchar contra esa sombra que me acompañaba las 24 horas del día. Entonces tuve la fuerza necesaria para tratar de quedarme a solas con mi hija. Sí, tal y como suena, pude quedarme a solas con mi hija durante un par de horas.

Todavía recuerdo a la perfección ese momento, como ella dormía plácidamente y yo estaba sentada a su lado, esperando a que despertara porque ya le tocaba el bibe, pero sin hacer ruido para que siguiese durmiendo (en aquella época hubiese pagado lo que fuese porque durmiera durante todo el día…), sin querer separarme de ella por si no la oía y le pasaba algo, con el agua ya caliente para tardar el mínimo tiempo posible en tener el biberón preparado y que no llorara (por Dios, que no llorara…). Así estuve hora y media, hora y media mirándola dormir, creyendo que despertaba con cada ligero movimiento y con cada uno de ellos notando como mis pulsaciones se aceleraban. Pero lo hice, le di el biberón, la vestí, me vestí, preparé las cosas y salí a la calle sola con mi pequeña en el carro… sonará ridículo pero me sentí tan orgullosa de mi misma…

Y poco a poco fueron llegando los momentos que todo el mundo vaticinaba. El medicamento empezó a hacer efecto, Núria comenzó a estar más calmada y menos llorona, descubrí que al parecer mi hija era bastante buena comparada con otros bebés, conseguí salir más veces a solas con ella: al supermercado, a un centro comercial, a cenar con mi pareja y la niña.., y todo sin tener ataques de ansiedad porque, en cualquier momento, la bomba de relojería que llevaba pegada a mí fuese a ponerse a llorar y toda mi realidad se fuese a venir abajo.

Fue un proceso lento, muy lento, pero lleno de momentos de satisfacción con cada uno de los pequeños logros que iba almacenando. Cada risa, cada abrazo, cada momento que pasaba con ella, no por obligación, sino porque realmente lo deseaba, cada día que la peque despertaba con una gran sonrisa.

El último de estos logros llegó hace apenas una semana, cuando de nuevo comencé a trabajar después de 5 meses y medio de baja y permiso. Por fin había instaurado de nuevo una rutina en mi vida, una vida en la que Núria iba consiguiendo por mérito propio un hueco. Me empecé a acostumbrar a nuestros paseos, a dejarla a ratitos en casa de mi suegra para poder ir al gimnasio, a nuestras reuniones con otras mamis, a una vida más distendida. Pero quizá era una vida demasiado distendida en la que, a pesar de sentirme más fuerte y animada, no puedo decir que disfrutase de mi tiempo con mi hija.

Lo llevaba con más calma, era más racional y estaba más tranquila, pero disfrutar de ello… son palabras mayores. Y de repente me tuve que enfrentar a mi vida anterior, momento en el que mi terapeuta me dijo que me sentiría mejor porque recuperaría parte de lo que yo era. Sin embargo era una parte en la que Núria no existía, mi “yo” de antes, y de nuevo tenía que reajustar mis cimientos para encontrar un punto medio entre lo que fui, lo que era entonces y lo que debía comenzar a ser mi vida a partir de este momento.

Además, nunca había tenido una sensación como esta en un trabajo, nunca había estado tanto tiempo “parada” laboralmente hablando. Era como si fuere la chica nueva de la oficina, no recordaba cómo hacer cosas que antes sabía que podía hacer con los ojos cerrados, no recordaba los nombres de la gente, habían cambiado a gente de sus puestos, entrado algunos y despedido a otros, y por un lado yo tenía la sensación de que había estado allí el día anterior, pero por otro era como si me hubiese ido hacía años.

12/06/17

Acabo de releer lo que escribí hace 3 meses. Revivirlo ha sido…extraño. Aquella mujer era yo, pero al mismo tiempo no era yo.

Hoy Núria tiene 7 meses y medio, y me sorprende decir que sí, que la quiero mucho, que me encanta verla reír a carcajadas con su padre, que adoro que se duerma encima de mí y poder abrazarla, que cuando me ve entrar por la puerta y sonríe de oreja a oreja no puedo creer que nuestros comienzos fueran así.

Hoy en día sigo sin saber qué me sucedió con la llegada de mi hija y eso fue lo que me produjo la mayor angustia. Núria no tuvo la culpa, ella era… perfecta. Sigue siendo perfecta.

Creo que nunca sabré por qué me sentí así, de dónde salió ese terror, porque si lo hubiese sabido quizá podría haber luchado contra él, pero no fue así. Me tuve que medicar, sí, y sigo haciéndolo, y volvería a hacerlo porque el dolor que sentía se apoderó de mí y de lo que debería haber sentido por mi pequeña.

No voy a decir que la guerra está ganada, esto ha sido sólo una batalla. Sigo enfrentándome día a día con algunas sombras que se han quedado rezagadas, y aun me asaltan los miedos y las dudas de vez en cuando, pero cada día que pasa es un día más que he sido capaz de superar e incluso de disfrutar junto a mi hija y mi pareja.

Me pasaré el resto de mi vida queriéndola, es lo menos que puedo hacer.

Fotos: Stokpic y Pixabay.


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