Cómo el abuso sexual del que fui víctima influyó en la relación que tengo con mi cuerpo

Abuso sexual infantil

Desde hace tiempo quería escribir sobre esto y no lo había podido hacer. Primero, porque me llevó 11 años de terapia poder verbalizarlo y, después, porque pasé un tiempo más procesándolo.

Desde entonces he ido entendiendo, hasta hoy, sus secuelas en mi vida, pero sobre todo en mi cuerpo. 

El abuso sexual es de esas cosas que en la vida de las mujeres, lamentablemente, está presente como una constante, ya sea como experiencia propia, por una amiga o conocida que lo vivió o por el miedo permanente de ser víctimas, porque, queramos o no, estamos expuestas a eso.

Haber sido abusada sexualmente se queda como parte de tu historia, pero no la define.

Sin embargo, hay una pregunta que cada tanto me hago: ¿qué hubiese sido de mi vida si no hubiese sido abusada?


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Después de años de resignificación de esta experiencia en terapia, entendí que ya no lo voy a saber y que no sirve de mucho seguir haciéndome esa pregunta.

Pero a veces todo lo que te toca vivir para resignificarlo es tan jodidamente pesado, que la fantasía de que mi vida hubiese sido más ligera -si eso no hubiese sucedido-, es tentadora.

De todas las cosas que están relacionadas con ese hecho, hay una en particular de la que deseo hablar más abiertamente, y es cómo el abuso sexual influyó en el tipo de relación que tuve y tengo con mi cuerpo. 

Esta es mi historia

Fui abusada sexualmente cuando tenía ocho años por alguien de mi familia, quien para ese entonces, me doblaba en años, pero era menor de edad. 

No fue hasta los 13 años que, en medio de una charla donde hablaban sobre el abuso sexual infantil y las mejores formas de prevenirlo, me enteré de que lo que hacían conmigo a los ocho años era abuso.

No hablar de que fuiste abusada, no significa que no pasó

A los 19 años empecé a padecer bulimia, y acudí a un psicoterapeuta porque los episodios eran cada vez más frecuentes: podía vomitar tres veces en un día, estaba fuera de mí y no sabía cómo salir de ese problema.

En mi proceso de tratamiento para curar la bulimia, pude, por primera vez, contarle a alguien lo que me había pasado, después de 11 años de silencio, pero de mucho ruido interno; ruido que, a medida que crecía, se iba intensificando.

Mi forma de calmarlo era tragando, no solo emociones, sino también comida.

Hablarlo con mis papás fue parte de la terapia. Un par de años después, lo pude hablar y decir abiertamente en una reunión familiar y, aunque no lo creía, cada vez que lo ponía en palabras, de a poquito, se salía de mi cuerpo.

Hablar con la persona que me abusó

Migré de Venezuela en 2018 y pensaba que no podía irme con cosas pendientes: decirle en la cara a la persona que me había abusado, que lo que hizo estuvo mal. 

Con todo el miedo recorriéndome mi cuerpo, me invadió ese pensamiento de “ya está, Carla, ya ha pasado mucho tiempo, ¿para qué hablar de esto?”

Entonces recordé que no podía convertirme en las personas que me silenciaron, que ahora era una adulta y que quizás, la niña, por miedo, nunca dijo nada, pero la adulta sí podía hacerlo.


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Tenía que hacerle sentir a mi niña interior, que ya no había miedo, que ahí estaba yo para defenderla y que nadie más le haría nada malo.

Así fue como pude hablar y enfrentar a esa persona. Recibí una disculpa que, con el tiempo, acepté; no por ella, sino por mí.

Y ahí aprendí que disculpar también es desear que esa persona no forme parte de tu vida nunca más, y quererla lo más lejos posible de ti.

Aquí viene la pregunta que siempre le hacen a la víctima: ¿por qué no denunciaste?, ¿por qué tardaste tanto en decirlo?

No denuncié porque en ese entonces no tenía la información que manejo ahora sobre abusos y procesos legales, pero principalmente, porque la poca energía que tenía cuando lo pude hablar la usaba para reconstruirme internamente. 

Por mucho tiempo, me cuestioné sobre por qué sentía que el abuso no me había afectado en nada, pero eso era lo que creía, hasta que llegó la bulimia. 

Grandes y dolorosos descubrimientos

Un abuso sexual físico es de esas cosas que se te meten en el cuerpo y te aprietan el alma hasta quedar en silencio; se te mete en el cuerpo para poder salir de la mente y, una vez allí, esta empieza a sentir que esa parte no es tuya porque es muy dolorosa como para reconocerla. 

Después de años en mi espacio psicoanalítico, entendí que esa no fue la primera vez que había sido abusada y que tampoco fue la última. 

Dormí con mis papás hasta los 10 años aproximadamente, cuando me di cuenta de que ese no era mi lugar.

Sin embargo, durante todo ese tiempo, estuve expuesta a experiencias a las que no debía. Estar en el medio de la intimidad de una pareja cuando eres una niña, también es una forma de abuso.

Por eso, no pude reconocer que, a los ocho años, no estaba bien cuando otra persona quería explorar sobre mi cuerpo.

Tampoco está bien, ya más grandes, estar expuestas a acoso callejero, a comentarios que no pediste sobre tu cuerpo o a miradas que te invaden, te hacen sentir vulnerable y dan asco.

Cuando dices no, pero no lo entienden y siguen insistiendo; cuando estás ebria y alguien quiere aprovecharse y manosearte; o cuando alguien asume que tiene derecho a tocar o invadir tu cuerpo.

Todo esto es una forma de violencia contra tu identidad y recae en tu cuerpo. 

El abuso y la vulneración de un cuerpo de diferentes formas, en todas dolorosas, deja su huella, angustia, miedo, asco, rabia, dolor e impotencia.

Todo estaba allí en mi cuerpo, un cuerpo que había aprendido a separar de mi cabeza.

En mi cabeza estaba lo racional, lo que sí podía controlar. En cambio, en mi cuerpo había dejado todo lo demás, eso que no quería saber y, aún peor, que no sabía cómo manejar. 

El reto: volver a conectarme sanamente con mi cuerpo

Con la terapia para la bulimia, entendí que los cánones de belleza estética y la presión por tener un tipo específico de cuerpo, hacen mucho daño. Que ese mensaje transmitido de generación en generación es una cárcel, y que la historia personal que llevas a cuestas, también influye.

Que no tener un lugar seguro para ser niña, para aprender a reconocer y expresar tus emociones, no tener contención y sentirte abandonada, todo sumado (lo social y personal), producen una mezcla muy tóxica.

Hay momentos en los que no reconozco lo que veo en el espejo; la imagen que ven mis ojos no es la que tiene mi mente. Cuando hay cambios en mi cuerpo, a mi mente le lleva mucho tiempo reajustarlo y, en el medio, me ataco. Antes lo hacía con comida, ahora, con reproches y desvalorización. 

Mi tema con el cuerpo no pasa por ese miedo (que también nos inculcan a las mujeres) de ser bonita o no. Ya no tengo problema por tener un cuerpo grande y gordo, mi tema con el cuerpo pasa por no poder reconocerlo, por desconectarme de mí y de él. 

 ¿Cómo cuidas algo que tu mente no ve o no quiere ver?

¿Cómo te das cuenta de sus señales y de lo que necesita, si tu mente no lo registra?

¿Cómo amas algo que está lleno de emociones dolorosas?

A veces, esa desconexión ocurre paulatinamente cuando no me doy esos espacios de conexión, cuando hay detonantes en el exterior que reviven emociones o recuerdos incómodos o cuando mi mente ansiosa se queda pegada en pensar y no sentir.

¿Cómo me doy cuenta?

A veces, cuando físicamente tengo muchas dolencias que no se explican, cuando no puedo verme en el espejo porque no tolero lo que veo ni lo reconozco; cuando no leo las señales básicas de necesidad del cuerpo o cuando subo mucho de peso en periodos cortos y ni me doy cuenta, hasta que no me queda la ropa (como me pasó esta última vez).

¿Qué hago para conectarme con mi cuerpo?

Primero, resignificar para volver a conectarme. De resto, no hay fórmulas mágicas.

Hablar mucho y no callarlo, por más pena que me dé. 

Moverme para sentir que mi cuerpo está vivo.

Tener bulimia.
Foto: Carla Michelle Aponte.

Estar atenta a mis sentidos para volver a registrar sensaciones, olores, lo que veo, el frío, el calor, el sudor, el hambre, la saciedad, el cansancio o el sueño. 

Estar acompañada en el proceso. Antes solía vivir estos momentos sola, porque siempre aprendí que era así como lo solucionaba. Ahora me gusta sentirme acompañada, que me escuchen, que al menos intenten entenderme y que estén allí, no para que resuelvan algo, sino para no sentirme sola mientras yo me reconecto. 

Nosotras no somos nuestro cuerpo, pero tampoco somos sin el cuerpo.

Las mujeres somos una construcción de muchos elementos y el cuerpo es ese hogar que habitamos y que nos lleva en este recorrido que se llama vida. Es el que engrana e interactúa con todo lo demás. 

De allí lo importante de estar conectadas y alineadas en armonía con él, sabiendo que habrá días incómodos.

Significa transitar todos los procesos del cuerpo, sentirlo, escucharlo, moverlo, saber que es valioso y sacar de él todo eso que lo carga: expectativas, críticas, experiencias dolorosas y emociones no tramitadas. 

Gracias por llegar hasta acá, y si te sentiste conectada con algo, te abrazo y te digo que no estás sola.

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