Resumen del capítulo anterior: Mariángeles y su amiga Verónica van en tren hacia Sitges. Un amigo de ambas, Fede, que cumple treinta años, da una fiesta en su casa. Por el camino, Mariángeles le dice a Verónica que ha decidido tomarse un tiempo de descanso en el que no permitirá que ningún hombre se acerque a ella con intenciones románticas.
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Mi amigo Fede compartía un precioso apartamento con otros tres chicos, en un edificio con vistas al mar. Su terraza, que por sí sola tenía los mismos metros cuadrados que el resto de la vivienda, era un lugar ideal para celebrar fiestas. Y aunque el de hoy era un motivo digno de celebración –no todos los días se cumplían 30 años–, cualquier ocasión en manos de nuestro amigo Fede era susceptible de ser festejada en aquel enclave paradisíaco.
Nos abrió la puerta una chica con el pelo muy corto a la que no conocíamos, y que ni siquiera nos preguntó quiénes éramos. Nos plantó dos vasos de margarita en las manos y nos invitó a pasar. Nos abrimos paso entre la gente que charlaba en grupos en el salón, saludando por el camino a algunos conocidos y localizamos a Fede en la terraza, diciéndole algo al oído a un chico que, inclinado sobre un ordenador conectado a dos altavoces, debía de ser el responsable de la música de la fiesta. Cuando nos vio, saltó como un loco de contento:
–¡Ay, mis niñas bellas, ya estáis aquí!
Nos fundimos en un abrazo, intercambiamos algunos cumplidos sobre nuestros looks y con su habitual descaro, haciendo honor a la confianza que existía entre nosotros, Fede disparó:
–¿Dónde está mi regalito? –su cara reflejaba la emoción de un niño de diez años.
Nos echamos a reír mientras le poníamos en las manos la bolsa con nuestro regalo: unas gafas de sol de la nueva temporada de Michael Kors, que le encantaron. Después de probárselas y de pasearse exhibiéndolas por todo el piso, recibiendo los halagos de sus amigos, Fede fue directo al grano, diciéndonos en voz bajita:
–Bueno chicas, voy a poneros al tanto de quiénes son los heterosexuales aquí.
–No hace falta –lo interrumpió Verónica–. Aquí doña Estrecha dice que está en fase de “no hombres”.
–Mi amor, qué desperdicio –protestó Fede–. Con ese cuerpazo que tienes y lo mono que te has puesto el pelo hoy. No sabía que lo tenías tan largo.
Fede era especialista en cambiar de tema. Saltaba de una cosa a la otra, hablando sin parar. En eso, Verónica y él se parecían mucho.
–Me lo ha planchado mi compañera de trabajo –le aclaré–. Ya sabes que los sábados cerramos la peluquería un poquito antes de la hora, para podernos arreglar nosotras. Si se enterara la jefa, nos mataría.
–Ay, querida. Lo que tienes que hacer es dejar de trabajar ya para esa vieja bruja y montar tu propio negocio –me animó mi amigo.
–Será por el montón de dinero que tengo para invertir –protesté.
–Pues mira, te está bien empleado, niña. ¿A quién se le ocurre ir prestando dinero como si te sobrara? ¿Qué eres, el Banco de España o qué? A ver si aprendes de una vez.
Dejé que Fede me regañara, una vez más, por haber sido tan ingenua como para prestarle tres mil euros a un novio con el que sólo llevaba saliendo dos meses y sin ningún papel de por medio. Se calló solamente cuando uno de sus compañeros de piso se acercó a saludarnos a Verónica y a mí.
Charlábamos animadamente cuando, por encima del hombro de Fede, lo vi: metro ochenta, pelo rubio, ojos claros, complexión atlética y unos labios gruesos que me hicieron creer que efectivamente, aquél era, sin ninguna duda, el mismísimo príncipe encantador. De repente, nuestros ojos se encontraron por un momento y yo cambié rápidamente la dirección de mi mirada, volviendo a centrarme en la conversación de mi grupo de amigos.
Fede volvió la cabeza, sonriendo maliciosamente al hacerlo, y buscando al culpable de que se me hubiera puesto esa cara de boba. Cuando volvimos a quedarnos los tres a solas, Fede le preguntó con sorna a Verónica, señalándome a mí:
–¿Cómo decías que se llamaba la fase que había inaugurado aquí mi amiga?
–“Hombres cero” o “sin hombres”, o algo así – se burló ella.
–Muy graciosos –les respondí dándoles la espalda y dirigiéndome a coger un aperitivo de la generosa mesa que había preparado el anfitrión.
Por el rabillo del ojo, desde la otra punta del apartamento, vi a Príncipe Encantador aproximarse a mí…
¿Conocerá Mariángeles al misterioso joven? ¿Será igual de encantador una vez que cruce algunas palabras con él? Descúbrelo en la siguiente entrega.
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Fotos: Unsplash.
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