Madrid. Primeros días de diciembre. Alguien cumple años en la oficina.
“¡Felicidades! ¿Cómo te la has pasado? ¿Cuántos años cumples?”, la agasajada responde: “¡27, tía! ¡27 tacos!”
¿27 tacos? Esta chica es mi superior (por mucho) y tiene dos años menos que yo. ¡DOS AÑOS MENOS!
Abandonar tu país y tu vida supone enfrentar con muchos mini colapsos, desde choques culturales por el idioma, a adaptarse al paso de las estaciones y encontrarte cara a cara con un nuevo punto de partida profesional.
En España, como en Venezuela, lo común es que los becarios (pasantes o practicantes) sean estudiantes universitarios en sus primeros veintes y, para mí, el camino de las pasantías es uno que empecé y recorrí rápidamente antes de cumplir los 21.
Ahora, me encuentro aquí con 28 “tacos”, a un par de meses de cumplir 29, en las quintas pasantías que me han tocado aceptar en los últimos dos años. Soy Robert DeNiro en la película Pasante de Moda (The Intern).
Los que hemos emigrado por estudios, sabemos mejor que nadie lo difícil que es recibir esos primeros golpecitos de ego. Hemos abandonado un país que, aunque no nos ofreciera una vida ideal, sí que nos daba el reconocimiento profesional que merecíamos, se valoraban nuestros estudios, nuestra experiencia y nuestro conocimiento. Éramos competitivos y, hay que decirlo, a veces un poco arrogantes.
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Buscar trabajo en el extranjero es empezar con todo en contra. La experiencia que tanto te ha costado acumular vale muy poco, todos tus años de estudio pasan por debajo de la mesa porque a los reclutadores no les suena el nombre de tu universidad (Andrés Bello, who?) y tienes que competir con cientos de candidatos de la casa que puede que tengan algún contacto dentro de la empresa. Es demoledor.
Como muchos en esta situación, con la autoestima un poco mermada, empezamos a bajar nuestras expectativas y aceptamos a quien sea que nos quiera contratar: terminamos siendo los pasantes viejos. Trabajamos muy por debajo de nuestras habilidades con un pago muy por debajo de lo que nos merecemos.
No sé cómo es en el resto del mundo, pero en España la figura del becario es más parecida a un lacayo que a un empleado. Si eres becario tienes que aceptar todo lo que te toque hacer y siempre con una sonrisa (hablo de labores de empresa, nada ilegal ¿eh?).
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Después de dos años y cinco prácticas profesionales, no puedo contar cuántas veces he actualizado bases de datos a mano, salido a comprar papel para la impresora, servido café, atendido llamadas telefónicas, llevado recados, hecho bolsitas de regalos para otros y un sinfín de otras actividades francamente irrelevantes.
Al igual que el personaje de DeNiro en Pasante de Moda, me encuentro ahora trabajando para personas a quienes supero en edad y me hallo muchas veces pensando: “yo podría hacer lo que ellos hacen, ¿por qué no me dan la oportunidad?”.
Lo bueno que puedo decir de todo esto, y es algo que me repito a mí misma como un mantra, es que todo es temporal, es un estado de transición. Nadie dijo nunca que emigrar era fácil, abandonarlo todo y volver a empezar es como escalar una montaña mientras ves a otros subir en un funicular; pero como todo lo que se alcanza con esfuerzo, vale mucho más la pena al final.