ANTES:
A los 16 años cuando me preguntaban qué quería hacer con mi vida yo respondía: mamá.
A principios de 2016, tres años después de haber emigrado, con casi 36 años entre pecho y espalda y un trabajo estable, decidí que era buen momento para intentar tener un bebé. Escribo “decidí”, porque mi esposo nunca estuvo demasiado inclinado a la idea de ser padre. Escribo “esposo”, aunque en realidad nunca nos hemos casado.
A mediados de 2016 mi trabajo comenzó a volverse inaguantable. Era gerente de operaciones de una cadena de pastelerías. Jornadas larguísimas atendiendo clientes caprichosos, cinco tiendas a cargo, 46 empleados a los qué diseñarles horarios, vacaciones, uniformes. Para quien no lo sepa yo soy actriz, y estudié comunicación social aunque técnicamente ejercí muy pocas veces. Soy venezolana en Madrid y uno más uno es igual a dos: básicamente, hay que agarrar lo que sea, pero esto se me hizo insoportable. Y no había noticias de embarazo, ni ganas de intentarlo.
El 13 de octubre de 2016 tuve un colapso nervioso en el trabajo. Se me durmió parte de la cara y del cuero cabelludo, me temblaban las manos sin parar y no paraba de sollozar. Me mandaron a trabajar desde casa tres días. El 17 de octubre me senté a negociar con mi jefe algunos cambios para poder llevar mi trabajo de una mejor manera. A todo respondió que no.
El 23 de octubre renuncié.
Tuve que trabajar de preaviso hasta el 30 de noviembre. Con el dinero de la liquidación me compré un pasaje para pasar Navidad con mi familia por primera vez en 4 años. Y cancelamos todos los planes de embarazo… pero dicen por ahí “cuéntale a Dios tus planes”.
El primero de diciembre me descubrí mareada y sin regla. El 8 de diciembre recuerdo estar con una amiga en Starbucks y una prueba de embarazo latiéndome en la cartera. En la noche, el positivo y el mundo cayéndome a los pies. Tanto lo había deseado y llegaba en el peor momento posible.
DURANTE:
El 9 de diciembre fui al primer ginecólogo que me pudo atender y sólo pensaba: ¡por favor que no sean dos! Pero era uno solo y estaba sanito y chiquitín.
Pasé Navidades en Venezuela y al volver tuve que enfrentarme al hecho de que estaba embarazada, sin trabajo, sin atención sanitaria pública, sin dinero y sin familia cerca. Mi esposo cursaba el tercer año de sus estudios y por su tipo de visa sólo podía trabajar a media jornada.
No voy a contar los malabares que hay que hacer para salir adelante, sólo diré que ha sido la época más difícil y cabronamente aleccionadora de mi vida entera. Y que todas las noches me despertaba aterrorizada porque era una irresponsable que no podría sacar adelante a ese bebé. Por supuesto, nada de conexión mamá-bebé y mucha menos ilusión.
Pasé 33 días saliendo de casa nada más que para hacer mercado. 33 días sin subirme al metro, al bus o sin tomar café con mis amigas. A ellas les inventé mil excusas para no gastar un centavo en actividades “superfluas”.
Decidí empezar a meditar y hacer pregnancy yoga con ayuda de YouTube (¿qué haríamos sin YouTube?). Mi madre me había enseñado a tejer cuando vinieron en septiembre y con la ayuda de tutoriales online (¿qué haríamos sin los tutoríales?) hice de ello un hábito.
ASÍ NACIÓ UNA PEQUEÑA MARCA DE JUGUETITOS Y ACCESORIOS EN CROCHET A LA QUE LLAME @BICHIBICHITOS (EL @ ES PARA QUE ME SIGAS EN INSTAGRAM Y ME ENCARGUES MUCHAS COSITAS).
Poco a poco se fueron espantando las pesadillas. Cuando escuchamos su corazón latiendo como un caballito fue increíble y emocionante. Y de pronto empezaron a pasar milagros. De una compañera de trabajo llegó una cunita y la ropa de cama, una amiga de mi madre en Francia nos envió todo lo que sus nietos ya no usaban, empezaron a aparecer nuevas amigas con hijos que nos armaron completo el guardarropa con todo lo que ya no necesitaban. Otros nos hicieron regalos maravillosos: la bañera, el parque, el cambiador, juguetes.
No miento cuando digo que lo único que compramos fue el cochecito de segunda mano y el seguro médico para poder tener seguimiento en el embarazo y el parto.
Decir que vivimos al límite es ser bastante ostentoso. Aún hoy seguimos pagando deudas a familiares y amistades que, sin dudarlo, nos dieron una mano y hasta dos. Aprendimos a comer de otras maneras, a desapegarnos, a comprar y vender cosas de segunda mano, a recibir sin sentir vergüenza y dar tanto como pudimos en agradecimiento.
DESPUÉS:
Pues seguimos viviendo cerquita de esa raya que se conoce como límite. Sigo tejiendo, mi esposo sigue sin pedirme matrimonio, pero ya tiene permiso de trabajo y ama ser padre.
Yo empecé a trabajar a medio tiempo hace unos meses. Vamos tapando agujeros como podemos. Nos fuimos de vacaciones tres días en Navidad. Tengo un enano travieso que dice “papato” a todo lo que se le cruza por delante y come como si no hubiese un mañana.
Si leíste el artículo sobre las alergias alimentarias de mi bebé, entenderás por qué me aferraba como una loca a la lactancia materna en vez de tener que comprar fórmula hidrolizada. Gastar ese dinero, era humanamente imposible para nosotros. Hoy ya superó todas las intolerancias.
Debo confesar que guardo cuidadosamente todo lo que ya no le sirve a mi hijo para que algún día le alivie las pesadillas a otra mami embarazada.
HOY:
¿Si tuviese la oportunidad de volver al 23 de octubre de 2016 haría lo mismo? ¡Creo que sí! Pero revisaría antes los números que salieron en la lotería de Navidad ese año y uno más uno es igual a dos… creo que ya no hay mucho más que explicar.
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Fotos: Melissa Wolf.