Mi relato es una historia que habla sobre el perdón de un ser querido y sobre la aceptación de uno mismo.
De pequeña solía pasar mucho tiempo con mi abuela, porque mis padres trabajaban mucho para poder darnos de todo a mis hermanos y a mí. No estaban mucho con nosotros, pero nuestra abuela todoterreno se encargaba de todo. Nos cuidaba mejor que nadie en el mundo y solo nos deseaba lo mejor, aunque, como todos sabemos, somos personas y podemos equivocarnos.
Una semana de invierno, justo cuando mis padres se iban de viaje de negocios a Múnich, caí enferma. Mis hermanos fueron al colegio y yo me quedé en casa para reposar y para que me cuidaran.
La abuela no me dejaba salir de cama, sufría mucho al verme enferma; cocinó una sopa de cebolla riquísima e ideal para pasar la gripe, (aquí os dejo una receta por si queréis hacerla en casa) -aún cierro los ojos y la recuerdo- Después, me contaba cuentos y yo me dormía poco a poco observando como el frío de noviembre empañaba los cristales de las casas de la ciudad de Barcelona, España.
Mañana, medio día y noche, la abuela abría la puerta de mi habitación, se dirigía a la cocina y volvía de vuelta con la medicina que mis padres habían dejado preparada en la estantería roja de la cocina.
Lo sé porque les había oído comentárselo a la abuela justo antes de que se dirigieran al aeropuerto.
No sé muy bien cómo fue, pero cuando mis padres volvieron estaban molestos con la abuela. Yo no entendía nada, me había recuperado en apenas una semana y casi no había perdido clases.
Lo único que sí me extrañó y no entendí, fue ver una cajita blanca de cartón en la estantería roja de la cocina. No le di demasiada importancia, posiblemente semanas atrás no había escuchado bien la conversación de mis padres sobre las medicinas.
Crecí, pasaron 3 o 4 años de ese insignificante catarro y fue entonces cuando empezaron a aparecer las consecuencias. Ahí entendí lo que había sucedido.
Se me empezaron a caer los dientes de leche y a aparecer los definitivos, los que son para toda la vida. Éstos, los segundos, los dientes permanentes, me crecieron de color negro, con manchas negras como el carbón.
Lo que sucedió es que la abuela se confundió de medicamento y me dio un antibiótico que se había dejado de usar de manera habitual hacía años: la tetraciclina. Os dejo el enlace a wikipedia para que os informéis mejor: https://es.wikipedia.org/wiki/Tetraciclina.
La Tetraciclina es un antibiótico que no debe usarse en períodos de lactancia, durante el embarazo o al ser menor de 7 años, porque en muchos casos provoca manchas negras o marrones en los dientes, y en el peor de los casos la totalidad del diente negro.
La situación actual de mis dientes se la debo a mi dentista en Barcelona, José Espona Roig, el cual se atrevió, cosa que muchos no quisieron, a hacer blancos unos dientes que jamás lo habían sido.
Fue todo un reto para ambos, un blanqueamiento dental intenso, un proceso largo y tardío realizado a edad adulta, ya que mis padres, al ser su hija pequeña no consideraron que fuera necesario actuar con rapidez y de raíz.
Fue muy duro para mí ir al colegio y tener los dientes grises, casi negros, no entiendo por qué mis familiares no me ayudaron a poner fin o intentar mejorar mi situación ya de chica. Al día de hoy, no culpo a nadie de su actitud estática durante mis años de amargura, y tampoco a mi abuela por equivocarse con las medicinas.
Gracias a eso me he hecho más fuerte, aunque ahora tenga los dientes blancos, por dentro sigo siendo esa luchadora que en épocas de adolescencia tuvo que sonreír y hacer amigos con una bonita sonrisa de carbón.