Reflexionar sobre uno mismo tiene que ser sano, lo dice Facebook, pero es odioso. Sobre todo cuando te ves haciendo algo que no esperabas de ti misma.
Yo he descubierto que hay una mamá fastidiosa dentro de mí. Un modelo de madre que he criticado hasta la náusea desde que tengo uso de razón.
Bien dicen por ahí que no hay que escupir para arriba y menos en materia de paternidad. Después de verme en un partido de fútbol a las 8:00 am a más de 25 kilómetros de mi casa, lo he debido entender, pero se ve que se me pasó.
Ahora además de madre futbolera, deporte que me gusta cero, también me pueden organizar la bienvenida al club de mamás más cansonas, ladillas y fastidiosas del mundo.
Ya sé que uno difícilmente es un solo tipo de madre, ni siquiera un solo tipo de persona, lo sé. Sé que todos tenemos varias cabezas como el bicho mitológico ese o el perro de Harry Potter para referencia más actual.
Esta imagen de madre multi-personalidad me recuerda a los dibujos animados donde salía un angelito en un hombro y un diablito en el otro, dando consejos al oído.
La verdad es que esa clásica escena ilustra bien la realidad porque todos tenemos voces internas que nos dicen cómo proceder, pero que entre sí se desconocen, dando órdenes contradictorias y liándose a discutir como si fueran ajenas.
Viéndolo bien, ojalá sólo fueran solo dos voces: angelito, diablito y punto. Pero no, son varias y todas diferentes.
Me parece que la gente que dice “oigo voces” es tan normal como el resto, solo que creen que el asunto viene de afuera y ahí se lían.
En realidad TODOS tenemos estas disputas internas. Bueno, eso creo (a ver si algún psiquiatra lee esto y me manda mi litio o lo que haga falta).
Pero a lo que íbamos, dejo a la loca y me centro en la fastidiosa.
Yo siempre procurando ser una mamá de vanguardia, tengo a mis chicos llenos de pulseras, collares y pelos largos. Soy una mamá que juega con ellos y se transforma en Iker Casillas, que se disfraza solo para que se rían y que dispara rayos fotónicos por las palmas de las manos.
Sin embargo, a medida que mi primogénito crece y explora nuevos territorios, yo me estoy volviendo una madre de las pesadas. Lo estoy viendo venir indetenible, brotando dentro de mí en modo Alien.
Desde la vergüenza me delato de esta forma:
Pablo quiere bajar él solo al parque del edificio.
El problema es que yo nada más que veo futuros delincuentes abajo. No sé por qué, no tengo explicación razonable pero no me gusta ningún niño, ni quiero que baje solo ni que haga nada con nadie. Quiero que juegue en su casa con sus carritos, el Capitán América, las plastilinas y ya.
Una actitud totalmente fuera de la racionalidad, porque en realidad, abajo hay niños hasta más corrientitos que el mío que entre otras cosas le gusta leer el periódico. Seguro que si los niños del edificio se enteran me lo apartan.
Alguna vez, haciendo gala de una madre que no soy, bajé al parque (tarea adjunta a la paternidad, que yo detesto). Me senté en mi banquito y me encontré a mí misma analizando a los padres y a los niños, al peligro del tobogán, a cómo la farola está atravesada y los que montan bici se van a descabezar, que las piedras del piso solo valen para desollar las rodillas y así.
Es que según lo escribo, me va dando vergüenza admitirlo, pero es así; esa mamá horrible soy yo. Me autodenomino fastidiosa para quitarle peso.
A veces bajo con mi amiga Tammy y remato diciendo -Ese niño, el rubio alto, no me gusta nada…- Y ella, atenta por que su hija está revoloteando por ahí también, me pregunta: -¿por qué?- y le contesta el Alien que llevo dentro y me escucho soltando –no sé, pero te digo, no me gusta na-da –
Cuando me confronto con estos encuentros del tercer tipo conmigo misma, trato de acordarme de cómo fue mi infancia, un poco buscando semejanzas a ver si los procederes de mi santa madre me arrojan un poco de luz sobre cómo deshacerme de esta señora tan horrible que llevo por dentro.
De niña me mudé varias veces, punto clave para no tener amigos en ninguna parte, eso sumado a que yo andaba como en la luna y con unas películas interiores un pelín intensas (se traducía en que jugaba casi siempre sola).
Mi tía Tití no se mudó jamás, así que yo tenía amigos en su calle, y era lo más parecido a los amigos del edificio que yo podría conseguir.
Ahora, cuando rememoro esa época, encuentro que entre los niños había un poco de todo, incluso más de todo que lo que veo allá abajo para mis chicos. Ahora los niños son como más uniformes (dejando peor parada a la loca que llevo dentro).
Había un niño de mi edad, Alejandro, que era un espécimen extraño. Se pasaba las tardes cazando bichos -con la abundancia que te puedes encontrar en mi país- les arrancaba las patas a los saltamontes, cercaba con fuego cucarachas desesperadas (para que a mí me dé pena una cucaracha, muy malo tiene que ser); y en general, se entretenía atormentando a todos los animales vivos que atrapaba, seres que ansiaban una muerte rápida tras conocerle.
Cuando crecimos le perdí la pista y ya siendo adulta en una fiesta un amigo me dijo: ven que te presento a mí amigo “come-araña” – ¡No me digas más! Se llama Alejandro, nos conocemos de niños…-
Hay un libro que se llama “Maldito Karma” (de Javier Safier) donde hay una pobre ser que resucita en varios bichos, y cuando lo leí tenía al “come-araña” en la mente y pensaba, ¡madre mía! como este chico resucite en gato y los de su especie lo reconozcan, le va a ir mal, súper mal.
Aparte de que todos tuvieran sus rarezas, incluida yo, no recuerdo que en el fondo pasara nada especial, es decir, todos con nuestras peculiaridades pero jugábamos al escondite, a la ere y a todas las chorradas que juegan los niños del mundo.
Yo la pasé bien, y supongo que mi mamá no estaba preocupada porque me seguía llevando a casa de Tití y no la recuerdo de “mamá-fastidiosa”, por lo menos hasta que tuve novio.
Después de recordar mi infancia, dejo que Pablo baje solo al parque, superando el pánico que me da un vecinito, al que veo apuntado en la mafia antes de la adolescencia, que tiene en sus haberes una pistola de balines.
Aun así, haciendo de tripas corazón, le expliqué a Pablo por qué NO puede jugar con esas pistolas, ni acercarse a ellas (ni al que la porta) y lo dejé bajar.
Me pidió que lo dejara hasta las nueve y dije: –OK!. A la que dijo ok de forma tan natural no la reconocí, porque en mi cerebro se oía con nitidez: – ¡en media hora subes y vas de lujo!-
Pero esa desconocida que contestó por mí habló rápido y Pablo sospechando un posible arrepentimiento se esfumó en cuestión de segundos.
Ya me gustaría que se vistiera y calzara igual de rápido por las mañanas antes de ir al colegio.
Los minutos se ralentizaron como suele suceder cuando esperas que el tiempo pase, pero finalmente el reloj marcó las nueve y ya yo estaba asomada en la ventana escaneando el parque hasta ver a mi querubín.
Ese fue el momento de la reflexión que les relato, cuando veo a mi pequeño jugando en el tobogán con sus amigos, así como niñitos que son.
No jugaban exactamente a subir y tirarse, claro, era un poco más complicado y más peligroso pero ahí estaban, conquistando el parque que a esa hora ya los bebés habían dejado libre.
Me enternecí, la “mamá-moderna” triunfó y me sentí orgullosa por un segundo. Justo antes de que apareciera la otra mamá sacando medio cuerpo por la ventana y gritando a todo gañote: – ¡Pablo, son las nueve, sube YA!!!-
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Fotos: Vivi Febles.