Por años quise ser otra persona. Lo confieso. Estaba inconforme con lo que veía en el espejo y criticaba muchas partes de mi cuerpo. Deseaba ser distinta. Fui muy dura conmigo.
Admito que esto nació en mi época universitaria, estudiando comunicación social, aunque ahora que lo escribo, creo que lo sentía desde niña.
¿Por qué las mujeres nos exigimos tanto? ¿Por qué creemos que debemos ser perfectas? ¿Por qué batallamos con nuestro ego en un fuego cruzado de nunca acabar?
La verdad, no lo sé.
Lo que sí sé es que resulta muy angustioso vivir sin aceptarte a uno mismo. Queriendo tener otro mentón, otro color de ojos, otras curvas y otra forma de ser.
Siempre fui la “chica inteligente” y “la más simpática de la clase“, la que todos querían tener en el grupo de trabajo y hasta la confidente de las aventuras amorosas de mis amigas. Era estupendo, lo reconozco; pero al mismo tiempo quería ser “la más popular del salón”, “la más interesante del grupo” y hasta “la más bonita de todas”.
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En un país (Venezuela) donde la belleza es uno de los pilares fundamentales de la sociedad, no es tan descabellado que una mujer pueda sentir esto.
Así que por mucho tiempo traté de mostrarme como una mujer perfecta, pensando que de esta manera podrían verme de otra forma.
Tacones, ropa, maquillaje y sufrimiento -esto último debido a lo primero- eran los supuestos aliados para convertirme en ese personaje que tenía en mi cabeza.
Los complejos comenzaron a acompañarme como una sombra por mucho tiempo, aislándome de la realidad porque sentía que no podía, por ejemplo, disfrutar de un día de playa con mis amigos porque no tenía el cuerpo perfecto.
¡Vaya estupidez!
Las inseguridades también se adueñaron de mí manejándome como una marioneta, a su antojo, resolviendo por mí cada decisión que debía tomar; pensando además muy bien cada palabra que salía de mi boca porque quería ser aceptada por todos, sin tener adversarios y ostentando siempre la banda de “Miss Simpatía”.
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Menuda presión que sentía en cada conversación, reunión o encuentro social.
Era un desgaste continuo, sin descanso. Un contrato firmado a sangre donde el desgaste psicológico tenía que ser el protagonista.
Cuando veo hacia atrás quiero gritarme ¡pero qué tonta fuiste! solo que no puedo, porque esa situación que viví, ese cilicio que apretaba cada día en mis entrañas, me convirtió en la mujer que soy hoy.
Ya no quiero ser perfecta, en lo absoluto, estoy muy lejos de este punto y me encanta. Me muestro tal cual soy: sin tacones, usando vestidos con zapatos deportivos, marcando -con respeto- mis posiciones, sin importar que sea la única del grupo que piense de una manera distinta, riendo solo cuando algo sea gracioso y llorando cuando así lo sienta mi corazón.
¡Sí, estoy muy lejos de la perfección y me encanta!
Me cansé de los estereotipos, del “deber ser”, de las críticas y de las exigencias conmigo misma.
Me cansé de tomarme miles de fotos porque “no me gusta como salgo”, de borrarlas de mi computadora y de molestarme porque alguien más las vio.
Me cansé de correr por las mañanas al baño -antes de que mi pareja despertara- para cepillar mis dientes, peinar mi cabello y colocar algo de “maquillaje natural”.
Me cansé de ser otra persona, y ahora soy más feliz.
¿Cómo se logra esto? Con el corazón en la mano les digo que no lo sé, porque no existe un paso a paso o una fórmula a seguir, solo lo sientes y punto.
Un día simplemente despertarás empoderada, enalteciendo cada cicatriz, arruga o marca en tu cuerpo. Ese día entenderás el verdadero sentido de la vida y repetirás cada vez que estés frente a un espejo: “SOY UN BOMBÓN”.
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