¿Cómo tomar la decisión de cuidar de mí?

¿Cuántas veces nos hemos visto emboscados en la forzosa tarea de atender a los demás? Sabemos acompañar a los amigos ante una emergencia, a la familia y también al jefe. Somos expertos en cuidar del carro, de los hijos, del marido o de la esposa. Y en cuanto a la dedicación al trabajo, o los estudios, solemos ser los más rápidos y efectivos.

En realidad no lo sabemos, pero somos unos grandes cuidadores. Motivaciones hay muchas, y una de las más importantes es el afecto y la labor desinteresada por el bienestar de aquel a quien amamos.

Salimos corriendo cuando uno de los nuestros tiene una necesidad, creyendo ser los indicados para brindar ese apoyo. Cuando lo hacemos, nos sentimos realmente complacidos, porque tender una mano le da sentido a nuestra existencia, porque el alivio del ser querido nos tranquiliza, porque la sonrisa de ese otro que recibe nuestra atención, nos renueva y porque su gratitud, aunque sea en un pequeño gesto, nos hace sentir retribuidos.

Y así vivimos, pintando el techo en la casa de la hermana, haciendo diligencias para el vecino enfermo, cuidándole los hijos a los amigos, quedándonos hasta tarde para sacarle el trabajo al pobre jefe abrumado por el estrés, haciéndole la tarea a los muchachos, prestándole dinero al cuñado, reuniendo ropa o comida para los necesitados, ayudando a la ancianita a cruzar la calle… Así vivimos, aquietando la angustia y labrando deudas que jamás cobraremos. Así vivimos salvando al mundo.

HASTA AQUÍ TODO VA ESTUPENDO, SOMOS LEALES, SENSIBLES Y GENEROSOS, EN DEFINITIVA, SOMOS BUENOS.

El problema está en que cuando nos toca cuidar de nosotros, observarnos, saber de nuestras necesidades, resolver nuestras urgencias y ponernos por delante, no tenemos ni la más remota idea de cómo hacerlo.

Tal vez porque hemos aprendido que “obrar en mi favor es de egoístas”.

Quizá nunca se nos ocurrió prestarnos atención para darnos cuenta de que estábamos allí, en el último lugar de la cola. También puede que hayamos creído que siempre podemos más, soportamos más y que “la compasión es para los débiles”. No importan las razones que nos hayan llevado a dejarnos al margen, el hecho es que al final nadie nos ve, nadie nos atiende y nadie nos cuida. No podía ser de otro modo, porque hemos vivido demostrando que no necesitamos de nadie. Y de tanto ayudar a los demás, nos hemos quedado solos.

¿QUÉ HACER ENTONCES? ¿CÓMO RESPONDERNOS CUANDO NECESITAMOS APRENDER A CUIDAR DE NOSOTROS?

Pregúntele al techo de su hermana, ese que pintó tan bonito; al vecino enfermo al que le hizo la diligencia, a los amigos a los que le cuidó sus hijos y también a los hijos; pregúntele a su desahogado jefe, a los muchachos o a la tarea de los muchachos, pregúntele a su cuñado al que le prestó el dinero, a los necesitados a quienes les donó ropa y comida o a la ancianita que cruzó la calle gracias a usted… Y si no se atreve, tome alguno de esos personajes o elementos en los que usted sembró sus atenciones con tanto amor y préstele su voz para que sean ellos, sus protegidos, los que le respondan.

Seguramente le enseñarán que tras ellos, hay un niño o una niña olvidados y esperando a ser descubiertos. Seguramente descubrirá, que esa criatura lleva su nombre… porque es usted.

Y entonces, cada vez que sienta el impulso de tenderle la mano a otro diferente a usted, quizá pueda tomar una mejor decisión. Una más justa, más sabia, una más noble y amorosa.

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Foto por: Arnaud Mesureur en Unsplash

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