A principios de año sufrí lo que en mi país conocen popularmente como un “batacazo”.
Tenía una relación de 4 años con el que creía que era el hombre de mi vida, y un día, sin ninguna discusión previa y haciendo planes para mudarnos juntos, decidió dejarme.
Dos semanas después, cuando apenas estaba entrando a mi mente la idea de que a veces las personas solo dejan de amar y que lo más sano que podía hacer era tener una relación cordial con él, por respeto a lo que habíamos tenido, me enteré de que él no era nada de lo que yo pensaba, tenía tantas infidelidades encima, todas durante el tiempo que pasamos juntos, que fácilmente podía ser el protagonista de toda una temporada de Cheaters.
Siempre he sido una persona sensible, de esas que lloran con películas o videos de perritos, pero cuando esto ocurrió no pude llorar.
Creo que mi cerebro apagó cualquier sensor que me permitiera sentir tristeza y activó toda la ira que podía ser capaz de sentir. Podía imaginar mil formas de vengarme por lo que me él había hecho y quería que sintiera la humillación que invadía mi cuerpo en ese momento; sin embargo, nunca ejecuté ningún plan, porque solo podía pensar en lo que diría mi familia si me metía en problemas por un tipo (y por miedo a una denuncia policial).
Estuve así durante una semana, sin derramar una lágrima, hasta que en una reunión con amigos en la que surgió el tema sobre cómo mi ahora ex novio nos había engañado a todos con su actuación de hombre enamorado y moralista, simplemente no pude más.
Lo único que podía repetir internamente en ese momento era: “Te dejó por otra, te engañó varias veces con sus amigas y quizá jamás te amó”.
Creo que nunca había llorado tanto como lloré esa noche, era incontenible, cada vez que sentía que ya iba a parar, un río de lágrimas salía otra vez de mis ojos y un dolor en el pecho que jamás había sentido, no paraba.
A partir de ese momento, comenzó un eterno mes de tortura para mí.
Mi apetito desapareció y más de una vez, lo que consumía lo devolvía en pocas horas. Tampoco podía dormir, si descansaba dos horas por la noche, era todo un logro.
Lloraba todos los días sin falta y sufrí ataques de ansiedad en la calle, en los que sentía que no me llegaba oxígeno o que estaba teniendo un infarto porque el dolor en mi pecho era muy fuerte.
Mi hermana me había dicho tiempo atrás, que ante una situación así, había que hacer el esfuerzo por respirar y contar hasta diez o hasta cien si era necesario; pero el pánico que me daba encontrarme a mi ex con su nueva conquista en la calle, era tan grande, que preferí internarme en casa o en las de mis amigos. Rebajé unos cuantos kilos y me convertí en un zombie digno de cualquier película apocalíptica.
En ese mes también fue la última vez que hablé con el fulano, para reclamarle una vez más haberme puesto en esta situación. Me pidió disculpas y me dijo que nunca pensó que estaba haciendo algo malo porque para él nada de eso había tenido importancia.
Esas palabras fueron suficientes para mí para decidir que ese sería el último día que viviría como un muerto viviente. Me estaba enfermando por cosas que pasaron solo para satisfacer el ego de una persona.
Decidí que no estaba dispuesta a regalarle mi salud física y mental a quien no valía la pena, así que desde ese momento comenzó lo que llamé…
La segunda fase de mi despecho
Lo primero que hice fue bloquearlo de todas las redes sociales, desde Instagram hasta LinkedIn; también eliminé a aquellas personas que de una forma u otra siempre supieron lo que estaba pasando, ya en ese nivel no me importaba ser madura, sino estar en paz.
Desinstalé las aplicaciones de redes sociales por un buen tiempo para evitar cualquier impulso de stalkearlo. Esto era como una adicción, así que debía mantenerme lo más alejada posible del mundo tecnológico hasta estar segura de que no lo buscaría.
Eliminé su contacto de mi teléfono, así como las fotos y documentos que tenía de él en mi computadora, también le envié de vuelta sus cosas, los regalos, cartas y cualquier cosa que me hubiera dado.
Con el tiempo descubrí que todavía me quedaban algunas de sus pertenencias, y como sabía que jamás tendría la valentía de reclamarlas, las regalé.
Comencé a ir al gimnasio a diario, para recuperar el hambre perdido y poder dormir profundo por el cansancio. Me inscribí en cursos online y una clase de cocina para darme la felicidad de aprender algo nuevo.
Compré ropa nueva y volví a salir a la calle con mi familia y amigos. Todavía sentía miedo, pero para mí era más importante crear nuevos recuerdos en los que solo estuvieran las personas que quiero en mi vida.
También les pedí a todos que no me dijeran si le hablaban o lo veían, ya lo que él hiciera no era mi asunto, por más que me doliera.
Comencé a ir a terapia una vez por semana
Ahí lloraba hasta que se me hinchaban los ojos, eran los 50 minutos más intensos de los siete días de mi semana, pero salía tan liberada y segura de que esto solo sería una etapa, bastante larga, pero al final solo una etapa, que luego podía continuar con calma mi nueva rutina de vida.
Intenté salir con nuevas personas, lo hice y lo disfruté; pero también me di cuenta de que aún no estoy lista para emprender un camino sentimental con nadie.
También escribí un blog en el que desahogué todo lo que sentía cuando mi cabeza me taladraba con pensamientos tristes. Entre tantos escritos que hice, descubrí que tenía una buena mano para escribir y que este despecho necesitaba un sacrificio de mi parte para poder salir adelante, tenía que perdonar.
Necesitaba perdonar para sacar la rabia que sentía, esa que no salía ya a flote pero que yo sabía que seguía ahí, y así poder encontrar paz verdadera.
Perdonar, tal vez, es lo último que hubiera querido hacer, pero entendí que no es para los demás sino para uno mismo, para avanzar, para dejar atrás lo que tanto nos duele, porque si de algo estaba convencida es de que no quería vivir para siempre atada al dolor.
También tenía que perdonarme a mí misma porque siempre vi señales que ignoré por mi deseo de estar con él y por no haber hecho lo que era correcto a largo plazo. Tenía que perdonarme porque muchas veces me creí culpable de lo que había pasado, por los errores que cometí en mi relación y por no haberme creído suficientemente valiosa para él.
En esta fase del despecho sigo trabajando en ello, pero definitivamente he avanzado a pasos agigantados.
Estoy segura de que a él no lo he perdonado del todo, pero sé que ese mantra ha tenido efecto, porque dejé de esperar algo, bueno o malo, de desear el mal sobre su cabeza y sobre todo, dejé de creer que nunca más sería capaz de querer a alguien y confiar plenamente.
En cuanto a mí, vivo una vida tranquila en la que a veces siento que me hubiera gustado evitar tanto sufrimiento, pero inmediatamente recuerdo que las mejores lecciones siempre vienen después de un sacudón y así es como tienen que suceder algunas cosas para poder aprender.
Aprender a poner límites, a creer en la intuición, a que tu valor no lo define nadie, a esperar solo lo mejor de las personas si les das lo mejor de ti, a entender que por más altibajos que tenga una relación, el respeto y la honestidad jamás deben faltar, que el tiempo realmente cura y que tenemos el poder de levantarnos, aunque creamos que es el fin del mundo.
Foto: Pixabay.
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