Miro hacia abajo y noto cómo las uñas se volvieron completamente moradas. El día es cálido y el sol se filtra por los árboles, pero yo solo siento frío.
Sigo caminando, oculto lo que siento y cualquier pensamiento que indique debilidad, lo empujo hacia lo más profundo de mi mente; me digo que no vale la pena detenerse en él y sigo. Sigo caminando y me sigo petrificando. Cada paso duele.
Esa mañana el desayuno fue una pequeña manzana roja, (claro, eso solo lo sé yo), y por eso mi mamá me llevó despreocupadamente al gimnasio a hacer una hora de boxeo, en la que el foco de la clase era quemar calorías… calorías que yo no tengo, por cierto.
Salgo de clase, tomo el metro y después camino cuatro kilómetros hasta mi casa.
Aunque siento una enorme necesidad de llorar, no lo hago; más bien, me encierro en mi cuarto y tomo agua para no pensar en el hambre.
Tomo termos de agua, pero cuando me doy cuenta de que el hambre es inevitable, bajo a la cocina y cojo una hoja de lechuga y un pequeño pedazo de tomate, los parto y, con dificultad, me como una “ensalada”.
Paso el día oculta en mi habitación, escondiéndome de todo lo que pueda implicar hacerme comer más.
Mis pensamientos van desde planear la comida del día siguiente, hasta la de la semana siguiente. Y así paso los días, uno a uno.
Mis papás se preocupan, pero yo no soy muy evidente: sigo sonriendo y siempre que puedo ayudo a mi mamá en la cocina con su repostería, uno de los métodos de tortura que diariamente me aplico sin consciencia.
Pasan los días y me vuelvo fría, ya no me permito ser sensible porque entonces me desmoronaría y prefiero no sentir nada.
Voy a reuniones familiares y miro al vacío con una sonrisa en la cara que está vacía. La preocupación en las caras de las personas es evidente, pero yo sigo en mi objetivo, un objetivo peligroso que realmente no tenía muy claro, pero al cual me aferraba todos los días inconscientemente, como si de una misión de vida o muerte se tratara.
Dejar de comer se convirtió, más que en un hábito, en una prueba personal.
Día a día, es como si me probara a mí misma qué tan poco puedo comer y cuándo. Por alguna razón, termino comiendo algo más que el día anterior y la sensación es de derrota.
Han pasado ya dos meses y el resultado no es bonito: además de uñas moradas y débiles, el pelo caído, el frío infinito y un closet entero que parece colgarme, es evidente para todos que hay un problema… Para todos menos para mí, que sigo cada día en mi lucha por ver hasta dónde puedo llegar.
Aunque el llanto de mi mamá me duela, y que mi papá no pueda mirarme, me causa tristeza, estoy sumida en una lucha interna que no parece tener fin.
Finalmente un día me permito sentir y me doy cuenta de que esto es demasiado peligroso porque me puede llevar a la perdición.
Mis amigos y amigas aunque se preocupan por mí, siento que se alejan de cierta manera, porque no debo ser agradable de mirar, creo que transmito mucho dolor.
Las reuniones sociales son, además, causantes de gran ansiedad, porque pierdo ese control que creo poseer sobre lo que como, un control que finalmente me acerca cada día más al descontrol total de mi vida.
Paso mucho tiempo sola, pero como estoy petrificada en el tiempo, no siento dolor. Bajar de peso no es el único efecto de un desorden alimenticio, y ningún efecto es positivo. La única satisfacción que existe es la de comer menos que el día anterior y aun así lograr ir al gimnasio para pasar el resto del día sentada en una cama. Y que esa rutina se repita diariamente.
Realmente no hay premio para la más flaca ni para la que menos coma, ese tipo de incentivos solo existen en mi mente porque para el resto del mundo e, incluso, para la “yo racional” que aún intenta luchar, estoy perdiendo en todo sentido.
…Me estoy perdiendo de fiestas, reuniones con mi familia y de la vida en general.
Un día por alguna razón mágica que hoy agradezco, la “yo racional” despierta un poco, se da cuenta de todo lo que está pasando y decide dejarme sentir.
No es fácil, obviamente no lo es, porque implica horas de llanto; pero por fin logro encontrar las palabras y decirle a mi mamá que “quiero volver a ser yo”, una frase que cambia todo porque es el primer paso para decidir dejar atrás esa voz, la que me reta a no comer y me felicita cuando estoy sin vida en el cuerpo.
Podría pasar más tiempo hablando de los hábitos que desarrollé en esos meses, de cómo pesaba las porciones (más veces de las necesarias) y escondía la comida en una servilleta y la botaba. Ese, sin embargo, no es el punto de esta historia.
El día que “desperté”, decidí hacer algo.
Después de algún tiempo, había acudido a una nutricionista que sin ganas de desacreditarla, me mandó una “dieta” y eso era lo que yo menos necesitaba en mi estado. La dieta incluía una harina al día y un té quemador de grasa, y para la noche en vez de una comida, una bebida que solo tenía 40 calorías.
Esto, sin embargo, era más de lo que yo estaba comiendo; pero no tenía todo lo que necesitaba y menos aun con un quemador de grasa que me hizo bajar MÁS de peso. Ese día dije: ¡no más!, cogí la hoja donde estaba el plan alimenticio, la escondí en lo más profundo de un cajón y desde entonces no la veo.
La recuperación, obviamente, apenas empezaba
La recuperación no es fácil. “Ser consciente es el primer paso”, una frase que hemos oído muchas veces, pero que realmente entendí cuando me enfrenté a Ana, como la llaman muchos.
La verdad es que sí, es el primer paso y es el primero de una caminata larga y dura, donde un día uno se levanta con ganas de luchar como todo un valiente y otro, simplemente estás muy cansada y te dejas caer en esa zona de confort tan letal.
El proceso de recuperación debería ser una etapa hermosa y de muchos aprendizajes. Efectivamente uno aprende muchísimo sobre la vida y hay días en los que se siente como un gigante porque se comprende mucho sobre la realidad y esa parte es muy bonita; pero no todo es color de rosas.
Existe aún esa voz ahí y está enojada de que la estés confrontando tanto. Cada harina o fruta de más que me coma en el día es para ella una razón para enojarse y empezar su lucha contra mí (la yo racional), que intento alejar la culpa después de cada comida.
No es fácil y hay días de días; pero al menos se empieza a notar el cambio. Lo duro es que no deja de ser una pelea, o sea, que implica mucho estrés y cansancio.
El momento en que mi vida se cruzó con este desorden, fue realmente inesperado y creo que eso se puede decir de muchas de las personas que pasan por estas situaciones: “La niña a la que le va bien en el colegio, es feliz, tiene una familia súper querida…”
Muchos casos son inesperados para la mayoría de la sociedad, y yo me he dado cuenta en estos meses, de que esta puede ser precisamente una de las razones por las que estos desórdenes se dan.
Y es que yo nunca fui una niña más vanidosa que las otras, es más, era casi que lo opuesto, pues aunque me preocupaba por mi apariencia, esta nunca había sido un objeto de mayor atención para mí.
Había días en que me sentía desmotivada, pues nunca nos han mostrado como una idea atractiva eso de “subir de peso”, e incluso, podemos ver cómo se promueven los estilos de vida saludables, que, aunque no tienen nada de malo, cuando estamos intentando recuperarnos de un desorden alimenticio, esto se convierte en un obstáculo más.
Una de las muchas lecciones que me han quedado, es que la mente está en su mejor momento cuando lo que se piensa, siente y hace, concuerdan.
Sí, yo comía más, pero aún así estaba luchando con esa voz, mi mente no estaba del todo en paz y por eso, la recuperación era agotadora. Sin embargo, yo seguía luchando cada día de la mano de mis padres, quienes fueron mi mayor apoyo y que, a pesar de sentirse derrotados algunas veces, luchaban contra su propia tristeza y frustración para ayudarme.
Toqué fondo. Creo
Ese día me levanté, pero no del todo. Algo iba a pasar y yo lo sabía, porque esa noche no había dormido bien y cuando me metí a la ducha, el mundo se me fue. Puedo decir con seguridad que estuve muy cerca de irme porque lo único de lo que me acuerdo es de ver a mi mamá llorando y yo intentando, de manera imposible, calmarla porque la voz no me salía ni era consciente.
En un pequeño momento de lucidez, le dije que llamara a una ambulancia y de ahí en adelante todo se oscureció, más de lo que ya estaba.
Mi papá llegó rápidamente y nos fuimos directo a la clínica donde tuve que ser arrastrada en silla de ruedas porque no podía caminar. Fue ahí cuando en el diagnóstico inicial me pesaron (después de dos meses sin hacerlo), y no es necesario hablar de números, pero no parecía lógico ni posible lo que me dijeron en ese momento.
Algo se rompió en mí en ese instante y sentí que eso era lo más bajo a lo que podía llegar; estaba cansada, no quería seguir luchando conmigo misma, no quería volver a ver la cara que hacían mis padres ese día jamás en la vida.
Al otro día, me levanté distinta, sentía que ya tenía el control. Y es un poco triste tener que decir que a las dos semanas estaba volviendo a caer en los mismos ciclos.
Obviamente ya el tema de la alimentación había cambiado un poco, pero mentalmente la eterna lucha seguía y era agotadora.
El día en el que todo cambió: febrero de 2016
Creo que además de los cumpleaños importantes, esta es la fecha que recordaré toda mi vida, porque para mí es el día en que “volví a nacer”.
Muchos hablan de la sensación de libertad como algo excepcional y yo soy testigo.
La libertad es poder escapar de la voz y de todos los pensamientos, es darse cuenta de su origen y tomar la decisión de dejarlos atrás, de dejar ese “control” atrás y empezar a vivir la vida, a salir con los papás a tomar el algo (la merienda), porque, qué mejor que tomarse un cafecito un domingo por la tarde; es poder comerse un postre con el almuerzo y después otro con la cena, es poder mirarse al espejo y amarse de verdad, es darse cuenta de que la vida es mucho más, de que la vida es disfrutar con los que uno más quiere; que entre uno más se quiere, más lindo se ve y que la comida no es la enemiga y nunca lo ha sido.
Yo ya estaba cansada de la vida que estaba llevando, no aguantaba un día más y le pedí a mi mamá que me llevara a un psiquiatra porque los tres psicólogos que había visto, no me habían funcionado. Ella es psicólogo y típicamente se oponía a la medicación como solución, porque era como “tapar el hueco con un cuadro”; en otras palabras, era tapar un problema que seguía ahí.
Entonces una amiga de mi mamá nos habló de un médico que hace Terapia Neural. Yo nunca había oído hablar sobre eso y pensé: “¿Qué más puedo hacer?“
El día de la cita me comí una arepa con mantequilla y me sentí horrible, durante todo el camino hasta el consultorio, solo podía pensar en eso y antes de entrar le dije a mi mamá: “Si esto no sirve te pido por favor que me mediquen, no quiero más “.
Entonces entré y me encontré con una persona comprensiva, que escuchó mi historia sin prejuicios.
Después me dijo que me acostara en una camilla y me guio en una meditación. En ella, me llevaba a encontrarme con esas voces y decirles que no las necesitaba más. Suena sencillo y en verdad lo fue.
Yo sabía que estaba dejando atrás una parte de mí que sentía que me definía y eso me iba a dejar un vacío.
Me desperté de la meditación con una sonrisa y desde ahí no hubo vuelta atrás. La verdad sé que suena un poco raro, pero eso fue lo que me ayudó. Volví dos veces más, pero la verdad desde la primera cita en la que le dije adiós a esas voces, no volví a sentir ese miedo.
Después, hicimos un trabajo para entender el origen de todo y eso me ayudó mucho, porque me di cuenta de que mis problemas de autoestima venían creciendo desde hace muchos años.
Esa es la versión de verdad. No hubo medicamentos ni inyecciones, solo cerrar los ojos y soltar el control…
Ese día dejé de luchar y los pensamientos de culpa jamás han vuelto. Ese día, creció mi voluntad y el doctor fue solo una herramienta para lograr con determinación eso que me había propuesto aquel día en el que me había cansado de vivir así.
Obviamente desde ahí, todo ha sido un proceso; pero la vida dio un giro y me escapé de ese túnel sin salida para NUNCA volver y nunca mirar atrás.
Me di cuenta de que la respuesta y la solución estaban en mí y que si empezaba a tratarme con amor y cariño mi vida se iba a iluminar.
Estaba en lo cierto.
Foto por: Olenka Kotyk en Unsplash