Hace algunos días murió mi abuela materna, con quien viví durante 18 años.
Mi abuela, “La Mami”, fue, por circunstancias de la vida —que quizás se repiten en muchos hogares latinoamericanos—, una figura muy importante en mi vida.
Estuvo presente en cada evento, en cada paso que di y me vio dejar el nido cuando ya era “grande”, pero aún la necesitaba.
Hoy lloro de tristeza y de alivio porque sé que ya no quería estar aquí. Al mismo tiempo sonrío recordándola en cosas y lugares tan femeninos, solitarios, hermosos, maternos.
La recuerdo buscándome en la puerta del colegio a las 5 p.m., comprándome un cono de helado con la condición de que le regalara el “cucurucho”.
La recuerdo pintándose la boca de rojo frente al espejo.
La recuerdo dejándome pintarle las uñas.
La recuerdo a mi lado viendo la novela de la 1.
La recuerdo abrazándome mientras tomábamos la siesta, en ese par de horas que tenía antes de irme a la universidad.
La recuerdo esperándome en la puerta del edificio, lista para irnos a la playa, a escuchar el mar y echar los mismos cuentos.
La recuerdo oliendo a Jean Naté.
La recuerdo leyendo poemas y cantando rancheras.
La recuerdo con sus zapatos Emeli Rodin.
La recuerdo leyendo la revista Vanidades y diciendo, “esta princesa de Mónaco sí es bella”.
La recuerdo incrédula y feliz cuando le dije que estaba embarazada.
La recuerdo leyendo los obituarios del periódico con sus perras a los pies, mientras yo hacía el crucigrama del domingo.
La recuerdo pelando mango y pidiéndome que eligiera el aguacate del almuerzo.
La recuerdo sacándole pelitos de la barbilla con una pinza.
La recuerdo viendo a mi hijo, y diciéndome, “qué carajito tan lindo”.
La recuerdo aconsejándome que estudiara para nunca tener que depender de “ningún pendejo”.
La recuerdo contándome que veía al fantasma de mi abuelo en la puerta de la cocina de vez en cuando.
La recuerdo llegando del trabajo, oliendo a aire acondicionado de banco.
La recuerdo preparando arepas perfectas, pastichos perfectos, albóndigas perfectas.
La recuerdo pintándose las canas de un rojo intenso.
La recuerdo peleona y malcriada.
La recuerdo preguntándome a mí y a mis amigos del colegio si teníamos hambre, para llegar un rato después con arepas gigantes rellenas de queso derretido.
La recuerdo buscándome en el colegio porque tenía cólicos.
La recuerdo haciendo engrudo para pegar un nacimiento de tarea porque se nos acabó la pega y ya era muy de noche para salir a comprar una.
La recuerdo peleando conmigo porque perdí, de nuevo, el tupper del desayuno.
La recuerdo metiendo en mi carro de comida lista, que solo tenía que calentar, mientras vivía sola.
La recuerdo cargando a mi hijo recién nacido, feliz, diciéndome que ahora tenía un compañero. No se equivocó.
La recuerdo suave y de miles de maneras más que poco a poco vienen a mí, sobre todo antes de dormir.
No la recuerdo frágil ni enferma porque no estuve allí. Y no sé si lamentarlo o agradecerlo. Solo fue así.
Mi abuela olía a una mezcla de crema para manos y ajo, y sin saberlo me enseñó lo primero de feminismo que supe.
Hoy la veo en muchas cosas de mi forma de criar, trabajar, vivir y ver el mundo. Para ella la tranquilidad no tenía precio, el trabajo era una forma de escapar de la tristeza y la locura, las amistades se cuidaban por muchos años, las cosas se hacían bien y con calma, y era mejor no pararle muchas bolas a la vida.
Estoy segura de que era una mujer llena de defectos, traumas y creencias. Que habrá vivido cosas que nunca supe, que cometió errores y que hirió. Para mí no era perfecta, pero sí era inmortal, y eso hace que todo esto sea muy duro.
Hace tiempo leí que las abuelas maternas nos tuvieron en sus vientres también y eso explicaría por qué sentimos tanto amor, tanta conexión.
“La Mami” vivió casi 83 años.
Se convirtió en mamá a los 17, en abuela a los 37 y en bisabuela a los 70.
Puede decirse que amó mucho y fue amada. Yo solo sé que tuve la suerte de disfrutarla, tocarla y olerla muchas veces. De ser cómplices, chismear y reírnos.
Mi abuela fue una de las que me enseñó a ser mujer y hoy estoy agradecida porque me cuidó como un tesoro.
Que vivan las abuelas quienes, sin saberlo, se vuelven faros, y han guiado a muchas mujeres en los mares más oscuros y turbulentos de su vida.