Uno suele creer que eso de “me quiero morir” no es más que una hipérbole, pero yo no sabía lo que era quererlo ‘de a de veras’, hasta que viví lo que era estar en un sitio público, con mi hijo de 2 años y un poquito más… haciendo una PA-TA-LE-TA [inserte aquí grito de horror].
Las pataletas son como “el coco” de las mamás de los niñitos de esa edad. Son el Lord Voldemort, las experiencias que no quieren ser nombradas, reconocidas ni recordadas; los dementores de la maternidad, porque te roban la energía, el alma, las ganas de vivir. Te dejan, como dice una amiga colombiana “en la inmunda”.
Sucedió que mi hijo quería quedarse jugando con un rompecabezas que le había comprado, en el piso de un centro comercial, pero teníamos que irnos. La causa es lo de menos y no es el tema del post.
Yo utilicé mi retórica de bolsillo para convencerlo de guardar el juguete, con toda clase de explicaciones, promesas e intentos de negociación, pero no había manera de que escuchara. Así que me lancé al piso, lo levanté de allí como pude (él ya pesaba cerca de 20 Kilos y yo mido 1,51) y lo cargué junto con otros paquetes hasta el estacionamiento.
Fue la caminata de 20 metros más desesperante de toda mi vida. Me lancé escaleras abajo hasta la taquilla del estacionamiento. Había gente en cola. Rogué, pedí al cielo que alguien me dejara pasar adelante para poder salir rápido de ese martirio que era estar allí, tanto para mí como para ellos. Mi hijo gritaba, chillaba, pataleaba, intenta morderme y golpearme sin ninguna piedad ni vergüenza.
Temí que alguien estuviera grabando la escena y publicándola en cuestión de minutos en YouTube. Yo soy guionista y productora audiovisual y estoy muy metida en las redes y eso… me da por pensar “en video”. Sabía que mi situación tenía todo el potencial de convertirse en el hazmerreír –y el ‘hazmeopinar’- de mucha gente.
Iba a convertirme en el próximo video viral y no era divertido.
Después de ese día dejó da darme risa aquel comercial de condones Zazoo en el que un niñito hacía una pataleta en un supermercado ante el papá arrepentido de haberlo traído al mundo.
La gente que estaba en la fila nos miraba. Podía leer sus mentes; la mayoría seguramente se decían que era una mamá incapaz de controlar o educar a un niño, algunos quizás pensaban “cómo hubieran actuado ellos” y otros quizás pensarían que mi hijo lo que necesitaba era dos nalgadas para acabar con ese asunto. Unos poco dejaban ver algo de conmiseración en sus ojos.
Era la escena típica en la que sabes que todo el mundo tiene una opinión.
Una señora mayor hizo una mueca de querer decirme algo, pero le di la espalda de inmediato. No era el momento para escuchar a nadie darme un consejo no solicitado, básicamente porque NO podía escuchar ni mis propios pensamientos. Toda mis energías estaban enfocadas en sobrevivir al momento que estaba atravesando y llegar a lo que parecía un refugio seguro: el carro.
Era una mezcla de vergüenza, frustración, estrés, agotamiento, dolor físico en mis brazos y en mi espalda, un calor intenso por dentro, un pito en los oídos, ganas de llorar, migraña, ansiedad y taquicardia. Además tenía ganas de hacer pipí, pero las mamás aprendemos a postergar hasta la más básica y urgente necesidad fisiológica casi desde que parimos. Todo, sumado a la culpa de sentir, por unos instantes que NO reconocía en esa masa frenética e iracunda a mi hijo.
JAMÁS había sentido algo parecido.
Porque nadie me preparó a MÍ para ese momento. Puede que hubiera sido testigo antes de algo así –en mis sobrinos e hijos de conocidos- pero era como estar viviendo un asalto a mano armada, porque no sabía lo que iba a sentir en carne propia hasta que yo fui la víctima.
Puede que hubiera leído sopotocientosmil posts sobre cómo evitar o cómo abordar una pataleta, de todas las tendencias de crianza habidas y por haber (la respetuosa, la conductista, la de la nalgada a tiempo, la de la chancla) pero nada, NADA me preparó para lo que sentí ese día.
En ese momento deseché todas las opiniones que había tenido alguna vez sobre otros padres y madres enfrentados a un niñito pataletudo. Y les pedí disculpas. Porque cuando uno cree que se va a morir pide perdón por sus errores y las injusticias que cometió en vida.
PERDÓN, mamás. Perdón por NO haberles cedido mi puesto en la fila.
Después de esa primera experiencia de terror en el centro comercial, he vivido varias en diferentes etapas del desarrollo de mi hijo. Hemos vivido la del “todavía no sé hablar y decirte cómo me siento”, la del “estoy demasiado cansado/con hambre/con sueño” y las de “la separación de mis padres apesta”.
Y siempre he querido morirme. Varias veces. Mi mejor conclusión de esas experiencias es que el que no se muere, sobrevive.
¡Expecto patronum!
Puedes leer más de Gabriela en su blog: Tevefilia