Mi mamá, que es la mejor madre del mundo y todos esos adjetivos calificativos que solemos decir de nuestras progenitoras, me enseñó muchas cosas que hicieron de mí la mujer que soy en la actualidad.
Puedo decir con orgullo que con ella aprendí a caminar, a leer y también algunas partes del cuerpo. Escribo “algunas” porque ahora que soy una persona adulta me doy cuenta de que editó tramos de mi anatomía humana.
A ver: lo primero que pude identificar de mi “yo” era donde quedaban los ojos, boca y nariz. Bajando por mi cuerpo le puse nombre a mis manos, dedos, señalaba donde quedaba la “barriguita” y desde aquí brincaba hasta las rodillas, algo pasaba en la zona media, era como un salto de página, perdida de señal o error de edición.
Nunca en casa escuché la palabra vulva o vagina. La referencia para hablar de esta “dimensión desconocida” se resumía en la frase: “eso no se toca“.
Cuando visitaba las casas de mis amigas, escuchaba cómo las madres de éstas se referían a “eso” como “flor” “cosita” “totonita” (esta última es una palabra muy usada en Venezuela) lo que me hacía sentir aún más confundida.
Yo tenía la orden de que si a “eso” le pasaba algo debía decírselo a mi mamá en el oído y nos escondíamos en algún lugar para revisar, pero por nada del mundo podía tocarlo y menos en público.
Recuerdo que una vez llegué del colegio, tendría como 7 años, y pregunté ¿mamá donde queda el vientre?. “Hija eso es parte del estómago”. Mi segunda pregunta fue ¿y la vagina? a lo que escuché “Betty es hora de bañarse para hacer la tarea”.
Paralelamente en el mundo de los niños de mi familia la cosa era totalmente distinta. Veía por ejemplo cómo los adultos -hombres y mujeres- sentían un inmenso orgullo cuando el varón reconocía el punto de hombría en su cuerpo, tenía permiso de tocarlo, jugar con él y hasta podía ser el tema central de alguna conversación casual. Solían hacer una especie de “dinámica chistosa” cuando le preguntaban al pequeño ¿para quién es eso? a lo que debía responder “Para las muchachas” . No tenían la orden de esconderse como en mi caso.
A pesar de que los tiempos han cambiando y de no juzgar a mi madre ni a mi familia por cómo abordaron ciertos temas, aún me sorprende ver tanto hermetismo sobre “las partes íntimas” de las niñas.
Y no me refiero a explicarle a las pequeñas el tema escabroso del sexo. No, hablo de que muchas de mis amigas que se han convertido en madres son incapaces de decirle a sus pequeñas que “eso” se llama vulva. Sienten quizás que al hacerlo sus hijas perderán “la inocencia” y que ponerse nerviosas, balbucear y fingir demencia sobre esta parte del cuerpo las hará ver que están actuando de forma natural.
Nota mental: Lo que una madre no le explica a su hija en casa lo hará una “amiguita adelantada” en el colegio. Es algo como bíblico porque siempre sucede así.
Yo a mis 37 años caí como Condorito cuando la sobrina de una de mis mejores amigas, con tan solo 3 años, dijo con total naturalidad: “yo tengo vulva porque soy una niña”. Sentí admiración por cómo le han explicado a esta pequeña que “eso” forma parte de ella, que como otras partes del cuerpo no debe exponerse en público (porque uno no anda hurgándose la nariz delante de todo el mundo ¿cierto? pues bien, lo mismo ocurre con la vulva) y que definitivamente la connotación a las cosas se lo damos los adultos, bien sea para magnificarlas o simplemente verlas como algo normal del día a día.
Si queremos vivir en un mundo más igualitario para hombres y mujeres es necesario tomar conciencia que el primer paso se da desde casa. Puede resultar obvio, pero si aún persisten los favoritismos entre todo lo que tiene permitido hacer “el varón de la casa”, mientras que a la niña se le cita un listado completo de cosas que no debe hacer porque “no es de señoritas”, lamentablemente se seguirá profundizando ese pozo tenebroso por el que hoy muchas personas trabajamos para eliminarlo por completo.
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