Esta es la historia de Helen Cárdenas @maestra_helen quien, a los 17 años, se indujo un aborto que le hizo vivir un largo duelo y la llevó a trabajar la autocompasión y el perdón.
Me saqué un bebé de casi cinco meses del vientre con mis propias manos y sin asistencia médica. Me han dicho: “se puede decir que sobreviviste para contarlo”. Yo creo que sobreviví para sufrirlo mucho, aceptarlo y, muchos años después, sanarlo.
Soy Helen Cárdenas, maestra de preescolar.
No llegué a esta profesión con la voluntad de ejercerla. Tenía 15 años cuando me postulé en la universidad pensando que podría estar ahí, mientras entraba en la carrera que sí deseaba, y ese tiempo sería perfecto para aprender habilidades maternas. Después de todo, mi más grande sueño era ser madre.
Dos años después, tuve mi primer novio y mi primera experiencia sexual. Por supuesto: “¿El condón para qué? es incómodo, no tenemos enfermedades, yo lo saco antes…”
El primer retraso, examen de sangre, negativo. Otro “accidente”, Postinor 2 (la pastilla del día siguiente) y olvidado.
Meses después, un segundo retraso, y no le dimos importancia por mi período irregular, hasta que decidí que debía hacerme una prueba.
Recuerdo bien esa tarde de mayo del año 2009, estábamos acostados, mientras él me decía: “no es momento, ahorita no podemos…”
Yo muy callada, pensaba que al día siguiente haría la prueba y si era positiva, no diría nada, terminaría la relación. Que se enterara después; yo iba a tenerlo.
Pero yo no era tan valiente, al día siguiente le pedí que me acompañara a buscar el resultado. Al salir, en una mano llevaba el papel que decía positivo y en la otra me llevaba al mercado a comprar hierbas abortivas.
Yo lloraba, me sentía la persona más feliz, confundida y asustada de la existencia. Pero él era ocho años mayor que yo, ya tenía un hijo, y aunque no tenía un trabajo fijo, yo lo veía maduro, sabio y tenía que confiar en él.
Entonces comenzó la historia más triste, difícil y dolorosa de mi vida
Semanas llorando en silencio, mi papá diciendo que si alguna de sus hijas quedaba embarazada, la echaría de su casa y nos olvidaríamos de él.
Mi mamá vivía a más de 1000 km en otra ciudad, y mi novio no tenía apoyo de sus padres; tenía un hijo pequeño de su relación anterior y andaba sin trabajo.
La infusión de hierbas tres veces al día no daba resultados, así que fui al gimnasio, porque Google decía que el ejercicio podía provocar el aborto. Lo intenté, pero no pude estar más de una semana. Lloraba sin lágrimas, me rompía por dentro con cada pesa que levantaba, no pude soportarlo.
En vista de que pasaban las semanas y no sucedía nada, pensamos que quizá la prueba estaba equivocada. Fuimos a un obstetra, entramos y la primera pregunta que hizo fue: “¿embarazo deseado o no deseado?”
Yo desde la más pura ingenuidad y los nervios no lo pensé y contesté: “no deseado”, y hoy me sigo arrepintiendo de haberlo dicho.
El médico empezó a discutir que yo no debía decir eso: “es una falta a Dios, todos los niños planificados o no, tienen que ser deseados…”
Me sentía horrible, quería llorar e irme; pero como siempre, estaba en silencio.
Pasamos a la camilla, el gel estaba frío y el doctor puso el aparato sobre mi vientre. No puedo olvidar esa imagen, era como ver una página del libro de sexualidad en el apartado de evolución de la gestación.
No era una manchita lo que había ahí, era un bebé en posición fetal, con cabeza, brazos, pies. Todo era perfectamente distinguible.
Pasados unos segundos, se da vuelta y muestra la espalda. El doctor dijo: “el bebé se volteó, no quiere que su mamá lo vea porque ella dijo que no lo quería”.
Al salir de ahí, yo pensé que ya no lo haríamos. Pero mi novio dijo que tenía una amiga que podía conseguir pastillas, y que antes de los cinco meses todavía era seguro inducir el aborto.
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Un embarazo y un duelo en soledad
Lloré ríos, sola, siempre sola. Sin contarle a nadie porque yo era la niña de papá, la inteligente de la casa y la responsable.
Todos me daban, y lo único que me pedían era que me graduara “sin meter la pata”, además, yo había repetido tanto que mi sueño era ser mamá, que no había forma de decirle a alguna amiga que ahora esta era la decisión que estaba tomando.
Pasaban las semanas y mi novio seguía sin trabajo. Yo empecé a hacer tareas para otros en la universidad y conseguía dinero extra, además de mis becas.
Pedimos las pastillas y el último domingo de junio, a las 6:00 am, seguí las instrucciones:
Dos en la vagina, lo más hondo que puedas, y te tomas tres. También estaba sola, él estaba ahí dormido con resaca, porque la noche anterior decidió emborracharse y llegar llorando a pedirme que no lo hiciera. Lloramos juntos.
Pero yo tenía mucho tiempo llorando sola y ya me había creído el cuento de que no se podía.
Llegó el día…
Empezaron los dolores y contracciones, estaba a menos de un metro del baño y me arrastraba por el piso porque el dolor no me dejaba desdoblar. Perdí la noción del tiempo y del acto, el único pensamiento que tenía era “que se termine el dolor” y lo repetía una y otra vez.
Puse periódico alrededor del inodoro, lo había desinfectado la noche anterior. Me senté y mi cuerpo pujaba de forma involuntaria.
Empezó a salir, tenía cuatro meses. No era un feto, no era un error, era un bebé.
Pero yo seguía en trance, solo quería terminar. Al tiempo que pujaba, lo halaba y al tenerlo en mis brazos, lo recosté en los periódicos, y su cuerpo quedó dándome la espalda, recordé al obstetra: “el bebé se volteó porque no quiere que su mamá lo vea porque ella dijo que no lo quería”.
En ese momento me di cuenta de que había matado a mi hijo.
Después de bañarme, bebí una sopa que me preparó el muchacho, vi el espejo y pensé: “acabas de matar a tu hijo y estás comiendo como si nada”.
En ese instante me convertí en un monstruo. Pasé mucho tiempo evitando espejos, no quería verme. Me preguntaba si debía lanzarme a la avenida cuando pasaban los camiones o debía seguir viva para sufrir por la atrocidad que había hecho.
Lloré cada noche por más de un año, mi novio sugirió que fuera a un psicólogo, luego a un psiquiatra, tomé antidepresivos.
No hice terapia, era arriesgado exponerme en un pueblo pequeño y esto era un secreto entre él y yo; mi dolor también era un secreto, no lo conversábamos, se ponía nervioso viéndome llorar, así que evitábamos hablar de lo que pasó. Un año después terminamos.
Hasta que se lo conté a alguien…
Cuatro años después, una amiga me persuadió para que fuera al ginecólogo, pues nunca lo había hecho; yo soñaba con que me dijeran que había desarrollado un cáncer de útero por no haberme hecho legrado. Que moriría lenta y dolorosamente y que nunca tendría hijos, no los merecía por haber matado al mío.
Este ginecólogo me preguntó si tenía hijos o pérdidas, y si eran espontáneas o inducidas; respondí con la verdad y recibí mi cuota de reproche: “ahora las mujeres creen que pueden hacer lo que les dé la gana con su cuerpo, los hijos son sagrados”.
Luego me dijo que tenía una pequeña lesión en el útero y que me hiciera unos exámenes, ¿adivinan? No hice nada, no volvería al médico nunca, si era una pequeña lesión yo la dejaría crecer, yo quería tener cáncer y morirme.
Afortunadamente, fui formándome tanto profesional como personal y espiritualmente, empecé a entender que eso había pasado mucho tiempo atrás y que debía perdonarme y seguir adelante.
Empecé a hablar de esto con algunas personas y aunque sabía que faltaban recovecos por sanar, decidí regresar al médico, ya había pasado siete años desde el aborto y para mi sorpresa y tranquilidad, todo estaba en perfecto estado.
Aunque pensaba que ya estaba todo sanado, nueve años después quedé embarazada y me di cuenta del miedo que tenía, de los recuerdos, de esa frase que me repetí tanto y ahora me perturba: “tú no puedes ser madre porque mataste a tu hijo”…
Y con ocho semanas de gestación, tuve un aborto espontáneo. Se me derrumbó la vida y mil fantasmas me atormentaron, pero esta vez estuve acompañada, tenía amigas que me sostenían, asistí a grupos de apoyo y fue muchísimo más fácil de superar.
Sin embargo, todavía mientras escribo sobre mi primer bebé, lloro como si el tiempo no hubiese pasado, así que la sanación continúa y hoy estoy en un proceso psicoterapéutico.
Hoy también soy consciente de las pocas opciones que culturalmente tienen las adolescentes y por eso comparto mi historia
Hay mucha polémica entre ProAborto y ProVida, y aunque yo veo la vida con más matices que estar de un lado o de otro, sí me parece necesario que quienes defiendan la vida, lo hagan más allá de una pantalla moralista, lo hagan desde sus actos y desde la educación que dan a sus hijos y a sus hijas.
Cada vez que le decimos a una chica: “si quedas embarazada, arruinarás tu vida”, “te damos todo, lo único que tienes que hacer es no meter la pata”, “si tienes un hijo, no vas a poder estudiar, olvídate de tus sueños”, también le estamos diciendo que si queda embarazada tiene que pedirle perdón al mundo, es un error que no puede cometer; pero que no querer tenerlo tampoco se puede admitir… “porque el aborto no es de Dios”.
Incluso al buscar asistencia médica, cuánta diferencia implicaría que un doctor, en vez de juzgar, desarrollara un mínimo de empatía y tratara de apoyar justamente a su paciente para evitar alternativas peligrosas. Para mí eso sí es ser ProVida, el resto es hipocresía.
¿Cuántas posibilidades hay de que al nacer el bebé me botaran de casa o me juzgaran por haber arruinado mis oportunidades?, ¿cuántas de las que están leyendo esto, piensan que no tuve excusa y que tomar esa decisión fue el peor error de mi vida?
Si tu hija de 13, 15 o 18 años tiene un hijo, arruina su vida; si lo aborta, es una desalmada e inconsciente; si no lo quiere, pero igual lo tiene, es irresponsable y mala madre.
¿Lo mejor es no quedar embarazada a esa edad? Estamos de acuerdo en eso, ¿pero y qué pasa cuando pasa?, ¿cuántas niñas son persuadidas por chicos mayores que se niegan a cuidarse?, ¿qué tal si en vez de repetirles que si se preñan, las botarán de la casa, les repetimos hasta el cansancio que las apoyamos, que lleven siempre condones, que es mejor evitarlo, pero si un día pasa siempre podrá contar con su familia?
El aborto inducido puede causar más dolor que el aborto espontáneo gracias a los prejuicios, a la falta de contención y de información; muchas veces deja secuelas silentes que nos acompañan como monstruos debajo de la cama durante toda la vida.
Mi relato no es para apoyar el aborto
Cuando cuento mi experiencia, lo único que quiero es visibilizar que perder un hijo de la forma que sea, tiene muchos matices y es imposible saber lo que otros están sintiendo o padeciendo.
Que no deberíamos estar debatiendo leyes para aprobar el aborto o no; deberíamos estar humanizando una situación real que se vive a diario en muchos colegios y universidades por falta de educación y por mantener una cultura llena de tabúes que solo se preocupa del qué dirán, cuando lo que deberíamos estar haciendo es educando y apoyando incondicional y emocionalmente a nuestras niñas y adolescentes.