-¿Usted ya está lista? – Me pregunta una enfermera en la sala de recuperación.
-¿Lista para qué? – Respondí yo, con la mirada perdida, la pierna dormida y el cuerpo frío y desorientado después de una cesárea.
– Su hija tiene hambre y no para de llorar. Se la voy a traer para que coma- Me dice.
Yo escuchaba el llanto de mi hijita retumbar con fuerza, como un eco muy lejano ¡Apenas me estaba despertando de la operación! Pero el hambre de un bebé no da tregua y como me había convertido en madre, ya llevaba conmigo (supuestamente) el superpoder que me permitía mitigar el dolor y el malestar ante la llegada de aquella chiquita que me necesitaba sin espera.
Así que llegó ella con su llanto a todo pulmón en los brazos de aquella enfermera indolente, que sin aviso, me abrió mi bata de hospital y, literalmente, me “enterró” a la bebé en la teta.
Y yo, medio dormida todavía y atontada por el efecto de la anestesia, como pude, me la enganché al pecho, sin dejar de mirarla, sin creer aquello, tratando de recordar lo que había aprendido y escuchado sobre lactancia materna en mis cursos, libros y redes sociales.
Pero que va… Ese primer encuentro fue un desastre…
Pasaron los días y la situación no cambiaba. Yo me aferraba a la lactancia y la leche de tarro era simplemente el enemigo. Mi hija y yo llorábamos de angustia (bueno, ella de hambre) cada vez que nos encontrábamos a la hora de comer. Ella se pegaba a un pecho y después al otro un rato larguísimo, y a los cinco minutos, tenía hambre otra vez.
Yo no sabía muy bien qué hacer: por un lado me hablaban de darle pecho a libre demanda, y por el otro, el pediatra me decía que había que darle comida cada tres horas. ¡Pero eso no funcionaba “tan” así!
Yo no sé ustedes, pero con todo eso, me convertí en una teta ambulante y pasaba el día “amamantando” o pegada a un motor saca leche que me robaba la energía vital.
A decir verdad… No estaba disfrutando esto de la lactancia.
Pero mi hija estaba ahí y me necesitaba, y yo quería seguir intentándolo. A pesar de su reflujo, su bajón de peso y las dos mastitis que sufrí en el proceso, había un poco de reto, ganas, terquedad y voces como éstas:
“Todas las mamás pueden dar pecho”, “Es que no sabes cómo ponértela”, “Si no das pecho no habrá un buen vínculo entre ella y tú”, “No uses saca leche, chupo ni biberón por nada del mundo” “La niña se la va pasar enferma por no haber tomado leche materna”, “Es un sacrificio pero vale la pena” “Dale un tetero ¿no ves que tiene hambre?” “La leche de tarro es el mismo diablo vestido de ángel”…
Y para ser honesta, todo eso hizo que el acto de lactar fuera perdiendo su magia… Yo estaba demasiado estresada, presionada y ensimismada en mi idea de que amamantar sería lo mejor, y por eso, la cosa no fluía y el temita se había convertido en un drama.
¡Tienes que relajarte, Maricarmen!
Así que busqué ayuda: una consejera de lactancia. Una señora con cara de Mary Poppins que me agarró las tetas y me las estripó a los cuatro vientos para demostrarme que sí tenía leche. Ella me aseguró que había leche para unos mellizos, me enseñó algunas nuevas técnicas, me dio ánimo y me dijo que todas podíamos lactar…
Pero que va, mi hija seguía llorando y no se enganchaba bien; y yo estaba harta.
¿Y para qué les voy a mentir? Por volverme una “Talibana” inflexible ante lo que se supone era una etapa bonita y maravillosa de mamá y bebé, ni el proceso ni el resultado funcionaron (al menos como yo lo soñaba). Así que empecé a sacarme la leche con el extractor y a dársela en teteros y todo fue cambiando, tanto, que pude llegar con esa práctica a sus cinco meses y la tranquilidad comenzó a estacionarse en mi hogar.
Y fue ahí cuando definitivamente me rendí. Sí, me rendí… Al principio, con un gran malestar y una culpa incalculable (que duraron solo un día); porque después me sentí aliviada, como si me hubiese quitado un peso de encima. Digamos que se asomó por ahí un bienestar maravilloso del que no me arrepentiré jamás…
Y aunque esta historia no tuvo un final feliz, viéndolo con una perspectiva diferente, el desenlace no fue malo porque me regaló grandes aprendizajes.
Que en éste y otros ámbitos de la maternidad, la flexibilidad es fundamental.
Que no podemos hacer las cosas siempre guiadas por el “deber ser”. Sí es verdad que lo importante es lograr lactar con éxito; pero no a un precio emocional que desgasta y hace que en vez de tenerle amor y ganas, le agarres miedo, trauma o fobia. El acto de lactar debe venir de ti y tu convicción de que esto será lo mejor para tu hiio desde todo punto de vista, no de lo que los demás piensen o te digan que debes hacer.
Que debemos ser honestas y decir lo que sentimos o lo que queremos hacer, sin miedo a ser juzgadas.¿Y cuál es el problema de admitir que a muchas no nos va tan bien como queríamos? Porque créanme: ¡Todas queremos que nos vaya bien!. Yo diría que así, las mamás seríamos menos “empeliculadas” y más libres de elegir lo que creamos mejor para el bienestar de nuestro hijo y el propio.
¿Por qué no cambiamos la palabra sacrificio por disfrute? ¿Acaso ser “buena madre” se mide nada más por el sacrificio que haces día a día? Prefiero disfrutar más las cosas que me ofrece la vida a convertirme en una mártir por mis propias presiones internas.
Hay que bajarle a las expectativas y ser más realistas. A veces, tantas expectativas no nos dejan ver las cosas hermosas que tenemos al frente.
Que hay eliminar esa sensación de que no nos esforzamos lo suficiente o no somos tan capaces como otras mamás. Cada mamá es un mundo variopinto.
Para muchas se vuelve una obsesión, para otras un fracaso. Y para las más afortunadas, una victoria muy gratificante. Así es esto.
¿Que no nos importa los que piensen los demás de nosotras? Claro que nos importa y más de lo que creemos… Por eso, les pregunto: ¿Qué nos preocupa más: Qué el bebé no tome leche materna o que no estemos a la altura de otras mamás?
La lactancia, además de sus innumerables beneficios, no es fácil; pero lograr dar el pecho con ganas ¡es maravilloso! (lo digo, porque en algún momentico lo logré). Pero no entiendo por qué no lograrlo como lo habíamos planeado, se convierte en un drama que empaña todo lo demás, que te vuelve frágil, histérica e incapaz de reconocer el esfuerzo y las ganas que le estás poniendo a la causa.
Y aquí va mi otra confesión: Mi “destete” fue un placer…
Y si tengo otro hijo, no voy a permitirme empañar mi maternidad porque no puedo dar teta como quiero. Yo decido esforzarme y hacer todo lo que puedo, yo decido hasta dónde llegaré, yo tomaré las decisiones que tenga que tomar al respecto, yo respetaré mis gustos aunque vayan contra la corriente; pero sigo insistiendo en que confiaré más en mi instinto y en lo que me haga feliz; porque al fin y al cabo, eso también le dará bienestar a los míos.
Nadie quiere tomar leche de una teta tóxica…
Siempre apoyaré la lactancia por encima de todo, pero prefiero cambiar la manera de promoverla. Lo que se impone a los demás como una obligación, genera presiones que muchas mamás no resisten; lo que se impone desde el juicio, no dará buenos resultados y lo que se muestra como un acto que exalta a unas mamás por encima de otras, solo hace que nos mantengamos en guerra en este camino que muchas recorren como un maratón a ver quién lo hace mejor.
Que esto sea una elección personal y natural en pro del bebé; pero de la mamá también.
Creo que es mejor invitar a las mamás a que lo intenten, y no lanzarlas vivas a la hoguera si no quieren o no lo pueden hacer. También ayudarlas desde el acompañamiento y no desde la presión o la obligación, y sobre todo, entender que no se es menos madre porque no demos la teta. Pero esa convicción debe venir desde lo más profundo de la misma mamá.
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