A lo largo de mi vida he escuchado a muchas personas hablar de emprendimiento, de ser su propio jefe, de no tener que trabajarle a nadie.
Yo fui una de las tantas que en algún momento lo pensó; sin embargo, al ser una persona tan ¨cuadriculada¨ y exigente conmigo misma, veía eso como una opción muy riesgosa, por lo cual me vi, como todos, terminando una carrera y entrando al mercado laboral. Y así fue.
Soy abogada de profesión, en algún momento pensé que lo iba a ser toda la vida; además, ser abogada me abrió muchas puertas, tuve acceso a personas muy importantes gracias a mi labor, hasta me llamaban ¨doctora¨ y por eso mi ego se había alimentado de una gran forma, tenía un trabajo fijo y estable hasta cuando yo decidiera, mi jefe me amaba y lo mejor: tenía un sueldo muy bueno.
Hasta ahí, todo bien, nada parecía malo… pero había algo que no me cuadraba, algo que no me hacía feliz, pero el pensarlo me sentía como una malagradecida, pues tenía lo que muchos anhelaban tener: buen sueldo, estatus, ahorros, estabilidad y un trabajo en una gran empresa.
Era una mujer llena de sueños, pero sueños que iban mucho más allá de estar en una oficina todo el día, resolviendo problemas, sentada en un escritorio y esperando que llegara pronto la hora de salir.
Llegó incluso un momento donde ni el dinero ni el tener los ahorros que tenía eran suficientes. Yo quería montar una marca de ropa, soñaba con tener tiempo para mi familia, para viajar y soñaba llenarme el cuerpo de tatuajes; pero mi trabajo en ese momento me impedía todas esas cosas que sacaban una sonrisa en mí. Entonces…
¡Algo tenía que cambiar!
Un día cualquiera tomé la decisión, decidí que ya era justo comenzar a ser feliz y hacer las cosas que realmente hacían que mi corazón vibrara y que mi sonrisa se dibujara en mi cara. Encontré personas que no estaban de acuerdo con mi decisión, pensaban que estaba loca, que solo una demente podría renunciar a la estabilidad económica que me daba mi trabajo, de hecho, me hicieron dudar si la decisión de renunciar era la mejor, pero yo me mantenía firme.
Ahora seguía lo más duro: ir a decirle a mi jefe (que creo que ya les conté que es un amor) que ya no podía contar conmigo, que yo quería hacer otras cosas, que no me veía en una oficina de lunes a viernes de 8 a.m a 5 p.m. y con una hora de almuerzo; que quería volar, quería sentir y crear otras cosas.
Me llené de valor y entré a esa oficina, ella me recibió con esa sonrisa característica sin saber lo que nos esperaba en esta conversación y ahí mismo, sentada en frente de ella, le dije.
Pasaron varios minutos que para mí fueron eternos, ella me miraba con incredulidad, nunca pensó que una empleada como yo le fuera a decir eso, nunca pensó que alguien con mi sueldo, mi cargo y en esta empresa donde todos soñaban trabajar, estuviera diciéndole que me iba.
Lo que aún no les cuento es mi otra motivación, yo no solo quería irme porque pensaba que ser empleada no era lo mío, había una razón más, una razón tal vez más poderosa: Recientemente, alguien a quien yo amaba, mi novio, había fallecido.
¿Qué cosa puede doler más que ver a quien amas morir? Eso me rompió por dentro, me dejó desolada y al mismo tiempo, me entregó una lección de vida gigante, algo que todos sabemos, pero de lo que no somos conscientes: y es que todos, sin excepción, vamos a morir. El tema es que uno piensa que solo los viejos se mueren, que nunca nadie alguien como uno va a morir, pero a mi novio le pasó y eso me puso a pensar ¿Cuánto tiempo de vida tengo yo? Mis amigos, mi familia, ¿Es esta la forma en que quiero pasar mis días? ¿En una oficina?
Sin lugar a dudas, eso me llenó de gasolina para tomar mi decisión de renunciar.
Mi jefe estaba ahí en frente mío con las pupilas dilatadas al escuchar mi decisión, obviamente trató de convencerme de lo contrario, me dijo que me tomara unas vacaciones, que lo de mi novio me estaba afectando y que ellos no me iban a perder, yo seguía obstinada en que no, de hecho me dijo otra cosa que para cualquiera hubiese sido motivo suficiente para echarme para atrás: Me dijo que me habían ascendido a un puesto con un excelente salario, un salario que me cambiaría la vida porque era bastante alto. Por segundos dudé de mi decisión y pensé que tal vez debía aceptar, pero me mantuve y me fui.
No les niego, a pesar de mis ahorros, fue muy duro al principio, pero no me arrepiento ni un solo segundo, hoy en día soy dueña y socia de 4 empresas y tengo otras tres marcas que pienso sacar próximamente.
Quiero decirles que NO ES FÁCIL, igual hay que trabajar domingos, madrugar diario y he trabajado más en estos años de empresaria que en los años de empleada; pero… ¿Saben qué? no cambiaría un minuto de mi vida actual por mi vida pasada.
Amo ser emprendedora, amo enamorarme de mis proyectos y sacarlos adelante. Ahora, aparte de mis empresas me dedico a dictar charlas de emprendimiento tratando de convencer a otras mujeres de que la vida es mucho más que un empleo aburrido que nadie quiere, que es justo darnos la pela y sacar nuestros sueños adelante, eso es lo que hago a diario, ver crecer mis proyectos y decir:
¡GRACIAS POR EL DÍA QUE DECIDÍ EMPRENDER!
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Fotos: Andrea Molina.