Hoy quiero contarles algo de mi intimidad, algo por lo que estoy pasando en este momento con mi hijo Juan Martín. Una situación que me ha llevado a reflexionar un poco sobre todos los mensajes que le estamos dando a nuestros hijos en una sociedad donde creemos que la apariencia física debe ser la clave del éxito; donde la vanidad y la búsqueda de perfección corporal nos llevan a aislarnos de nuestra esencia, nuestros valores y por qué no, de nuestro amor propio.
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Tuve un embarazo sano, sin complicaciones y durante las 40 semanas que tuve a mi bebé en mi vientre, todo marchaba muy bien. Tuve cesárea porque él siempre estuvo en la misma posición (podálica), así que mi plan de tenerlo de forma natural no pudo ser.
Al nacer, noté que su ojo derecho no le abría bien, al principio pensé que estaba hinchado y que con el tiempo mejoraría, pero mi instinto de madre sabía que algo no estaba bien, así que lo lleve a la oftalmóloga, quien me explicó que por estar en la misma posición durante su gestación y estar tan apretado por tener una matriz pequeña, nació con párpado perezoso o “Ptosis”, esto quiere decir, que su párpado no tiene los nervios fortalecidos, lo que le impide abrir bien su ojo, (el párpado siempre está cerrado un 50%).
No puedo negar que sentí una frustración y una angustia muy grande, y a pesar de que eso tiene solución con cirugía y es algo que se puede remediar en unos años, la impotencia me invadía.
Sus primeros meses de vida fueron duros para mí, porque yo pensaba mucho en “el qué dirán”, en cómo irán a tratar a mi hijo por tener el ojo así, en las repercusiones que esto podría tener en su colegio y hasta con su propia autoestima. Pero con el tiempo entendí que yo como su madre, tenía que ayudarle a forjar su amor propio, a enseñarle que su ojo es hermoso tal como es, que tiene que agradecerle a Dios porque puede disfrutar el sentido maravilloso que es la vista y que ésta es una “condición” que jamás lo llevará al fracaso. Sé que en estos momentos solo con mi ejemplo, mi lenguaje hacia él y mis mensajes de amor, podrá ser un niño feliz sin tener que preocuparse por no ser “perfecto” ante la sociedad.
Él vino a enseñarme que la apariencia física no determina la felicidad, que su inteligencia, sus aprendizajes y su hermosa personalidad valen mucho más.
Esto me ha hecho muy consciente y me ha llevado a reflexionar sobre cómo estamos educando a nuestros hijos, qué mensaje les damos cuando nos miramos frente al espejo y nos criticamos constantemente con supuestas imperfecciones. Delante de ellos mencionamos nuestras dietas, nuestra culpa, nuestras restricciones alimenticias, nuestros deseos de hacernos cirugías plásticas, a veces innecesarias, nuestros hábitos de ejercicio para bajar de peso, nuestro irrespeto y a veces nuestro odio hacia nosotros mismos.
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¿No crees que somos su modelo a seguir? ¿No crees que ellos son una esponja que absorben todo lo que nosotros decimos y hacemos? ¿No crees que es tiempo de mostrarles a tus hijos que la apariencia física es importante, pero que valemos más por lo que somos como personas? ¿No te parece valioso empezar a conectarnos nuevamente con nosotros mismos y con nuestra esencia para que podamos potenciar sus cualidades, fortalezas y su espiritualidad?
Hoy veo diariamente mujeres muy autocríticas consigo mismas, muy exigentes con su cuerpo, que se enfocan solamente en estar perfectas, en tener las curvas o las medidas que nos imponen los medios y la sociedad, que luchan cada día por ser “fit” y delgadas, sin celulitis, ni estrías… y todos esos pensamientos, criticas, mensajes y comportamientos son los que le están llegando a nuestros hijos, son ellos los que en el futuro interpretarán que la única forma en que pueden ser aceptados e incluidos es estando “perfectos” físicamente, sintiéndose inseguros de sus capacidades, donde flaquea su autoestima y donde cada día se alejan más de amarse a sí mismos.
¿Eso es lo que queremos para ellos?