Yo no sabía lo bueno que era pasar una noche sola en un hotel, hasta que lo hice.
Bueno, a ver: en un par de ocasiones he tenido que hacerlo por trabajo. Pero no es lo mismo y no estoy hablando de eso.
Me refiero al día en el que decidí irme a un hotel a descansar. No discutí con mi esposo ni estaba harta del mundo; solo necesitaba una noche conmigo misma y mis actividades abandonadas, en una cama grande, alta, acolchada, de sábanas blancas y un montón de almohadas; con un televisor al frente y una vista de la ciudad por si me provocaba asomarme por la ventana (o me arrepentía de aquel experimento).
Así que lo hice. Fui a Novotel Medellín, el lugar que reunía todo lo que yo soñaba de mi noche a solas.
– Buenas noches, me saludan en la recepción.
– Hola. Tengo una reserva para esta noche.
En ese momento, miré para los lados, como si estuviera haciendo algo malo o como si me tuviera que esconder. “La gente va a pensar que tengo un amante”, me saboteó la Cruella de Vil que llevo dentro. Pero mantuve la compostura y seguí firme en mi propósito.
– Señorita Maricarmen, esta es la llave de su habitación.
“Me dijeron señorita, ¡Qué emoción! Claro, una señora casada y con una hija, no se va a pasar sola la noche en un hotel”, insistió mi mente retorcida con aires de institutriz.
Tomé mi llave y subí, de verdad no iba a permitir que ninguna de mis creencias pendejas, ni lo que dijeran los demás arruinaran la noche que había planeado para mí misma.
Entré, y ahí estaba la cama grande y blanca, con esas almohadas gigantes que me llamaban sin egoísmo: Ven, Maricarmen. Tírate en esta cama y da vueltas en cámara lenta.
Yo llevé equipaje. Sí, señor.
El libro “Mujeres que compran flores”, de Vanessa Monfort, que compré hace dos años en Madrid y había leído por la mitad; una botella de vino espumante (que dejé enfriando en mi congelador para que llegara friíta a mi velada). Metí una mascarilla facial que seguramente estaba vencida, al haber esperado por mí tanto tiempo y unas cremas para mis pies.
Me acosté, miré al frente y me pregunté: “¿Por dónde empiezo?” ¡Tenía tanto que hacer! Caí en la tentación de escribirle a mi esposo y de preferir estar allá con ellos; pero luego entendí que esto era necesario para mí.
Así que pedí Room service, porque no quería moverme a ningún lado, quería permanecer ahí. La comida llegó y comí sin apuro, casi hice mindfulness con aquella cena; prendí el televisor y en uno de los canales estaban pasando “When Harry Met Sally…” y ahí me quedé hasta el final, viendo una película repetida, comiendo y tomando vino.
Me levanté después de la cena, y con botellita en mano, me fui a la tina ¡Una tina! Una tina que no estaba llena de muñequitos inflables, esponjas de Frozen, ni jabones para niñas. Era una bañera perfecta para meterme ahí un rato y mirar fijamente a la pared sin más, sin pensar; y luego pensar, y luego cerrar los ojos y respirar profundo y después sentir el agua caliente por un rato, sin apuros, sin ahogarme (alguna vez creo que me iba a ahogar en la bañera de mi baño).
Ahí estaba yo, como una cantante de ópera que acababa de dar el concierto de su vida y ahora merecía descansar, que se miraba la punta de su pies y movía la copa de vino, como celebrándose a sí misma.
Éramos mi mascarilla facial, mi vino y yo. Sin ruido ni interrupciones.
Después de pasar largo rato ahí, decidí salir y mirarme en el espejo. Miré cuánto había cambiado mi cuerpo. Tenía tiempo que no me quedaba fijamente contemplándome a mí misma, porque siempre me baño corriendo, me seco corriendo y me visto corriendo. Ahí estaba yo mirando en lo que me había convertido, después de ser mamá y no haber hecho demasiado ejercicio.
Pero me di cuenta de que era capaz de mirarme con otros ojos y con una perspectiva más madura. Te quiero así, Maricarmen, le dije al espejo.
Me tiré en la cama, tomé mi libro y me sumergí en él, perdiendo la noción del tiempo, y antes de quedarme dormida, decidí hacer lo que más me gusta: escribir. Y escribí sobre esta experiencia.
Y después… ¡A dormirrrrrrrrrrrrrrrrrrr!
Antes de reservar una noche de hotel para mí sola, la primera que pensaba que estaba loca era yo. A mi esposo le pareció una idea genial y mi hija no entendió muy bien el concepto (Ya lo entenderás, pequeña).
Para no sentirme tan perro verde, le pregunté a algunas de mis amigas si ellas lo harían. La mayoría respondió que sí con brillo en sus ojos. Esto quiere decir que las ganas de un momento a solas, con televisión, cama rica y buen sueño, está en la agenda de casi cualquier mujer ¿o no?
Algunas de ellas me dijeron lo que harían: Se harían masajes, comerían y tomarían vino, ¡dormirían mucho! leerían un libro, comerían dulces, verían una película o una serie, se meterían en la tina, pintarían, verían televisión, disfrutarían que les hicieran todo, llamarían a sus amigas, pedirían comida al room service y usarían satisfyer y otros jugueticos.
Pues hice casi todo eso y lo volvería a hacer.
Pero realmente disfruté mi noche de hotel conmigo misma, porque fui a eso: a disfrutar. Fui a bañarme despacio, a comer rico, a ver una película vieja, a ponerme mi mascarilla facial, a terminarme el libro que dejé por la mitad… Fui a pasar un rato con las cosas que extraño hacer y las hice sin sentir culpa, sin extrañar a nadie y sin sentirme rara. Tenía mucho rato que no pasaba una noche conmigo ¡Es más! creo que nunca lo había hecho, y la verdad, descubrí que soy muy buena compañía.