En el Japón existe una práctica milenaria llamada “Kintsugi” que consiste en reparar los objetos de cerámica rotos con polvo de oro, creando así una pieza única que resalta el valor a su historia personal y recorrido.
Los japoneses piensan que esas cicatrices embellecen el objeto y que no se deben ocultar, sino que deben ser portadas con orgullo, pues forman parte de su esencia y le dan un toque especial y auténtico.
Dentro de la cultura japonesa el objeto roto no pierde valor, ni es relegado al olvido o a la basura, todo lo contrario; al ser reparado con amor, esmero y paciencia, él mismo trasciende su condición de pieza reparada y se convierte en un mensaje y símbolo de autenticidad, resiliencia y transformación.
Es una manifestación tangible de cómo las heridas y las cicatrices pueden ser vistas como caminos para la renovación, el cambio y la luz.
Así lo decía el famoso poeta Rumi: “La herida es el lugar por donde entra la luz”.
Esta técnica no solo trata de objetos de cerámica, nos habla también a nosotros como seres humanos, pues a lo largo de la vida cuando debemos afrontar situaciones difíciles y dolorosas, podemos llegar a sentirnos rotos o defectuosos.
Lo cierto es que todos tenemos una historia personal única, compuesta por vivencias de alegrías y tristezas, y llegan momentos en que experimentamos dolor, físico y mental.
En nuestro cuerpo llevamos cicatrices y manchas que cuentan su propio relato. A nivel interior también tenemos nuestras propias marcas y cicatrices, que muchas veces queremos ocultar al mundo por vergüenza o temor.
El arte de Kintsugi nos enseña cómo esas marcas únicas y particulares, son las que generan el valor real de cada objeto, lo hacen auténtico, vulnerable y al mismo tiempo, admirable.
Nosotros también podemos aprender a respetar y honrar nuestras propias cicatrices y marcas, pues poseen un gran valor.
Esta técnica nos enseña cómo después de las caídas tenemos la posibilidad de levantarnos, reinventarnos y florecer en medio de la adversidad.
Tenemos la posibilidad de observar en las experiencias dolorosas, los aprendizajes, el valor y todo lo que podemos crecer a partir de esos momentos, lo que nos permite desarrollar nuestro espíritu.
Podemos comprender que una marca puede ser símbolo de transformación, empoderamiento y el camino para un nuevo renacer.
Pero, es importante reconocer que necesitamos tiempo, mucho amor y compasión hacia nosotros mismos para poder sanar e ir llenando nuestras cicatrices de sabiduría y luz.
Al igual que las heridas físicas, las emocionales requieren de sus propios cuidados y paciencia; es necesario que nos regalemos tiempo para sanar, pues eso es lo que nos lleva a florecer.
Lo más valioso que esta milenaria práctica tiene para enseñarnos, es que tenemos la capacidad de reinventarnos a nosotros mismos y de transformar quiénes somos a voluntad después de las caídas o golpes.
Para la cerámica es el polvo de oro lo que rellena los vacíos, para nosotros son los pensamientos, emociones y acciones los que nos pueden ayudar a esculpirnos, y es muy reconfortante pensar que podemos estar rotos pero estar completos a la vez.
Tenemos la posibilidad de crecer de una manera auténtica y buscando siempre florecer. No debemos avergonzarnos de nuestro recorrido o de las experiencias que hemos vivido, todas ellas componen parte de la obra de arte que somos cada uno de nosotros y también de la vida misma.