Esta es la historia de Antonella Ruggiero (@nellaruggiero), una mujer que sobrevivió al confinamiento junto a una pareja que la maltrataba. Antonella reunió las fuerzas que necesitaba para salir de su espiral de violencia. Así que te invitamos a que conozcas su historia y lo que la ayudó a salir de allí.
Aún recuerdo la adrenalina de aquella tarde de verano en Madrid, la fuerza con la que abracé toda mi ropa interior y la metí en la maleta, las manos temblorosas con las que atiné a llamar a mi hermana para decirle: “me estoy yendo de aquí, ahora que él no está”.
El plato de pasta a medio comer y dos agujeros en una pared de cartón piedra, eran los únicos testigos del horrible momento en el que me miró con rabia y golpeó incesantemente el muro hasta romperlo, mientras yo lloraba a mares y le afirmaba que me iría. Esta vez sí…
Mi hermana llegó en tiempo récord y me ayudó a recoger lo que pudimos, cargamos el coche y nos escapamos. Un par de cuadras lejos del epicentro del horror me preguntó: “pero, ¿qué pasó?” y le respondí: “fue por un plato de pasta”.
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El detonante: un plato de pasta
Minutos antes yo cocinaba en aparente clima de sosiego y amor, para que comiéramos los dos. Me pidió que fuera poca cantidad y, al ver el plato más lleno de lo que esperaba, estalló en cólera. Mejor dicho, volvió a estallar.
Me dijo que le valía “verga” la pasta y empezó a comerla con dos cucharas, poseído por una rabia desmedida que aún hoy no comprendo.
Ante la escena de aquel hombre que se alimentaba con desmesura, me fui al cuarto y me puse a llorar. Mejor dicho, volví a llorar. Y ahí se acercó a disculparse, pero ya era tarde porque yo ya había decidido que se acababa.
Dos voces me dieron aún más fuerza. Mi tía confesándome “si no me iba de la casa, tu tío me mataba” y un amigo que me consoló meses antes con un “no le aguantes a ese maltratador ni una más; a la próxima, ¡puerta!”.
Muestras constantes de agresión
Porque esa tarde de agosto no había sido la primera vez. Desde que empezamos me demostró que su paciencia era poca y que debía estar alerta porque cualquier paso en falso sería el botón que activaría la barbarie.
Ya había volado cestas de bambú, encendedores, gafas y afeitadoras; ya había habido gritos, insultos, manotazos, un grotesco dedo medio en un parque, angustias en el mostrador de un avión y pasos a ritmo de marcha militar de un lado a otro de la casa.
Me había hecho sentir mínima, insegura, mediocre, triste, enferma, loca, rabiosa, histérica y a la vez amada, mimada, única, apoyada y especial.
Llegué a pensar en ser mamá con él y otras veces en que si desaparecía de mi vida me haría un gran favor. Era demencial. Y yo no sabía cómo salir.
Oídos sordos
Durante el confinamiento, con una dinámica de encierro 24/7 con mi maltratador, todo empeoró y mis sospechas empezaron a convertirse en certezas a paso raudo.
Llegaron mensajes, asistí a directos de Instagram y vi reportajes en televisión que daban cuenta de un preocupante aumento de llamadas al 016 (el teléfono gratuito de atención a las víctimas de violencia de género del Ayuntamiento de Madrid).
Una noche, tras un contundente primer manotazo en la pared, mientras lloraba desconsolada, su hija, una amorosa pequeña fruto de su primer matrimonio, me advirtió: “Mi papá es así”. Y yo no quise entenderla.
Pero ese mensaje tan sutil y genuino, fue determinante para entender que, desde la ingenuidad, estaba recibiendo una advertencia: corre, porque esto solo irá a peor.
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No sé qué quiero, pero sé lo que no quiero: le dije a mi maltratador
Salí a caminar sola, durante hora y media, por un lugar que desconocía. La gente bebía, bailaba, se divertía y yo solo pedía encontrar la luz en medio de tanta confusión mientras lloraba sin poder parar.
Esa madrugada, cuando la nena dormía, lo interpelé en el balcón. Pude expresarle lo que sentía y le dije que así era imposible que continuáramos porque ya estaba en juego mi salud mental.
Respiré profundo y, mientras él fumaba, fui muy clara: “Yo, como canta Andrés Calamaro, no sé qué quiero pero sé lo que no quiero… Y esto, definitivamente, no lo quiero”.
Él interpretó mis palabras como una sentencia y atinó, entre sollozos, a decirme que solo quería morirse y que sería capaz de tirarse del balcón, de no ser porque dejaría a una niña huérfana de padre.
El ciclo sin fin del maltrato
Ahí empezó otra vez el infinito ciclo de la violencia de género, que comienza con un calentamiento a fuego lento, llega la detonación y después vienen el arrepentimiento y la luna de miel (no más de 15 días de calma que solo presagian el siguiente desastre).
Esto solo lo comprendí después de unas cuantas sesiones de terapia.
Una semana después de mi huida, mientras se decantaban mis emociones en el sofá de la casa de mi hermana, me asaltó la duda: ¿He sido víctima de violencia de género?
Un test del Ministerio de Igualdad fue un sí inequívoco, que derivó en una llamada telefónica a ese mismo 016 de las noticias. Me escucharon, lloré, lo conté y me apoyaron.
El diagnóstico fue el que ya sabía y empecé a asistir a mi cita con la psicóloga.
Las primeras sesiones fueron agrias y dolorosas. Mi herida estaba abierta otra vez, aunque yo estaba más que segura de que no volvería a pisar la casa de mi maltratador nunca más.
De hecho, se lo advertí el día de mi escape, pero él no creyó en mi determinación (la desestimación también es un juego macabro).
Aunque esa vez sí era YO, monolítica y entera, la que había abierto la puerta de la jaula de oro.
La libertad
Hoy escribo desde la libertad, con la fluidez que da la valentía y la claridad de ser la primera de mi fila. Con el olfato agudizado, los sentidos despiertos y el alma lista para reconstruirme.
Porque lo importante no es solo romper las cadenas, sino ser conscientes del proceso y la importancia de trabajar(nos) desde el amor para evitar repetir los horrores ni trasladar nuestros infiernos a las siguientes parejas.
Por cierto, no te asustes si descubres que toda esta espeluznante obra de teatro tiene un guion familiar. Saber eso también es libertad.
Si no dibujas tu linaje y sanas desde ahí, corres el riesgo de seguir confinada con tu maltratador.
Photo by engin akyurt on Unsplash